Lo comentaba hace unos días con una de las responsables de prensa de una editorial. De la periodista solo conozco su nombre y su voz al teléfono. La suya es, por cierto, una voz en almíbar, como de locutora nocturna de radio, esas hechiceras de las ondas hertzianas que te engatusan los insomnios, aunque te hablen a las tres de la tarde.

Durante la charleta, la periodista me confesó que se le habían marchitado los pétalos. Pensé que habría hecho un curso de jardinería y que la habrían suspendido por confundir el abono ecológico con el que deja cierto grupo en el Congreso que quema las plantas, sobre todo las democráticas. Pero no, ella se refería a los pétalos literarios del collige, virgo, rosas (“coge, muchacha, las rosas”), ese verso del poeta latino Ausonio que se calcificaría en el tópico de equiparar la brevedad de la juventud, y sus placeres, con la brevedad de la rosa. O sea, que ella caminaba con paso ligero hacia los cuarenta tacos, reconoció. Y que, aun no siendo ya joven, “iba a romper una lanza a favor de la juventud” (sic). Las que quieras, le contesté, que suenen las trompetas y empiece el torneo medieval. Soy todo oídos.

Se nos había colado Gramsci en la conversación, y con él, la política, y con la política, la juventud, y con la juventud, los macrobotellones. Fue entonces cuando mi musa telefónica anunció que iba a romper una lanza a favor de la juventud. Aunque no la conozco, no la veía yo rompiéndola a favor del oprimido Don Simón o de Beefeater, ese guardián de las joyas de la corona británica que posa con pintas de torerillo inglés en la etiqueta de su marca de ginebra.

No todos los jóvenes son iguales, arrancó la periodista. Hay muchos que no se emborrachan, que no caen en el nihilismo ni en su hermanastro, el pasotismo. Eso es verdad, le respondí, pero, si no lo hacen, es porque están demasiado ocupados peleando entre ellos para sacar la cabeza y hacerse un hueco en un sistema de mierda, no importa lo precario o imaginario que sea ese hueco. Con todo, aceleré el mitin, no veo yo que los jóvenes se movilicen para transformar un sistema que los excluye o, en el mejor de los casos, los asfixia; un sistema en el que las cada vez menos oportunidades laborales que valen la pena ya están asignadas de antemano a los hijos de los de siempre, que son quienes pueden comprarlas pagándoles a sus retoños másteres y carreras en el extranjero o, si el niño o la niña les salen zotes cum laude, tirando de contactos, y no precisamente de los que guarda su asistenta filipina en el WhatsApp.

A lo mejor es por eso por lo que los jóvenes hacen botellones, ¿no?, porque no tienen nada, porque no les gusta el mundo que les hemos dejado, porque les han arrebatado el porvenir, contraatacó mi interlocutora. Creo, le respondí, que lees demasiado a Rosa Montero y los editoriales paternalistas de El País. Ella, lejos de enfadarse, me rio la broma.

Lo que yo noto, y discúlpame si acierto en algo, proseguí, es que la indignación de muchos de nuestros jóvenes es una indignación baja en calorías. No importa el motivo. Puede ser contra los talibanes, contra Bugs Bunny o contra el calentamiento global, a cuyas manifestaciones algunos acuden a pasar la tarde, porque lo he visto, porque me lo han reconocido, aunque no así, claro, y creen que una camiseta verde y una pancarta les basta para creerse black panthers ecologistas. Y al día siguiente, ¿qué? Es la “ética indolora” de la que habla Lipovetsky. Una ética que no te exige sacrificios, solo gestos. Lo vemos todos los días en las redes sociales.

Y en muchas columnas de opinión, agregó. Ahí también, admití. En las mías, las primeras. De hecho, pocas, muy pocas se libran de la charlatanería e inducen a la reflexión, primero, y a la acción, después, para mejorar las cosas. No conozco a nadie que se haya emborrachado hablando de vino, ya que estamos con los botellones, sino bebiéndolo. Las cosas no se cambian con discursos, sino actuando.

Ya, claro, pero si, según tú, la juventud de hoy no vale para nada, entonces estamos perdidos, diagnosticó ella al otro lado del teléfono. Yo no he dicho que los jóvenes no valgan para nada. No juegues a E (punto) Inda. Ella volvió a reírse y, después, muy seria, me preguntó qué habíamos hecho nosotros, la gente de mi generación. Fracasar en el intento de apuntalar las ruinas, confesé. Pero al menos en aquella juventud hubo una lucha o algo parecido o, si lo prefieres, menos indiferencia. Hoy todo es postizo. Hasta la indignación, como te decía. Lo veo en esos jóvenes que desisten de sus reivindicaciones en cuanto el amo les permite afilar el hacha del verdugo que les cortará la cabeza. Si no, ¿cómo te explicas que, a no emanciparte, a no poder acceder a un alquiler, a no poder fundar una familia, a cobrar 900 y pico euros al mes, lo llamemos éxito? El otro día quedé con unos antiguos alumnos, veintipocos años en el DNI, y les daba igual el empuje de Yolanda Díaz para derogar la reforma laboral. Como si las conquistas sociales y laborales hubieran llegado justo después de desearlas, según dicta el pensamiento positivo y toda esa basura burguesa, como decíamos en mi generación.

Pero no me hagas mucho caso, me desinflé. Mejor, no me hagas ninguno. Lo mismo, sin darme cuenta, solo estoy preparándome para viejo gruñón. Para lo primero, cada día me falta menos. Para lo segundo, no tengo que esforzarme demasiado. Volvió su risa al teléfono. A los pocos días, me llegaba un paquete postal. Era una pormenorizada biografía de Gramsci, una de las mentes políticas más brillantes del siglo XX. “Por si te apetece recomendársela a los jóvenes”, decía la nota.