A la estrella de Oriente le han puesto GPS, menos mal, y ahora me conduce sin torpezas al portal de Belén. Allí, en los grandes almacenes, le ofrezco al Niño Jesús el alma plastificada de mi American Express. Algo que él me recompensa con un subidón de dopamina y la cajera, con una sonrisa premium. Y me siento bien, porque he cumplido con mi obligación. Soy el perfecto ciudadano al que los bancos obsequian con un llavero y W. H. Auden con un poema. Con aquel, por ejemplo, que arranca: “Comprobó el Instituto de Estadística / que era un hombre oficialmente intachable”.

Porque, sí, soy intachable. Y obediente. Muy obediente. Si me dicen “compra”, yo compro. Si me dicen “cambia de coche”, yo lo cambio. Si me dicen “ve de vacaciones a Berlín”, yo voy. Quizá por eso mi sangre es universal, del grupo tópico positivo. De hecho, cada cierto tiempo, la Cruz Roja me envía un SMS para que acuda a donar. No me rebelo contra nada, y eso, se conoce, les otorga a mis glóbulos rojos y leucocitos una pureza incorruptible. Por no rebelarme, ni siquiera me rebelo contra ciertas cosas muy feas, como que los pobres no se cuiden la boca ni vistan de Armani, o que algunas personas usen remolonamente el mismo móvil durante años.

Es posible que no haya nadie dentro de mí. Pero ni me importa ni me quejo. A mí me gusta mi vida. Un poco pequeña a veces, pero, por fortuna, mis padres, que me llevaban con ellos de tiendas cuando los tres nos aburríamos, me educaron para que mirase los escaparates si me deprimía, nunca al horizonte ni al cielo, donde no hay más que humos en conserva y diarrea de palomas. Los informes psicopedagógicos de mi colegio aseguraban que yo era un chaval con mucha personalidad que solo dudaba un poco al elegir entre un jersey de Tommy Hilfiger y otro de Hugo Boss.

De modo que soy feliz con mi existencia privatizada. El sistema manda y yo obedezco. Si me dicen “quédate ahí”, me quedo. Si me dicen “dame la patita”, yo se la doy. Además, ya nos advirtió no sé quién: “Libertad, ¿para qué?” Pues eso mismo. Tu libertad donde mejor está es en el banco. Yo, cuando quiero hacer con mi familia un crucero azul chic o comprarme el último modelo de televisor y no puedo, pido un préstamo. Y ya lo irá pagando el Trankimazin después.

Así que no sé por qué el que firma habitualmente esta columna, que hoy está fuera —el firmante, no la columna— y por eso estoy escribiendo yo, ha fustigado tanto en este medio a los bancos, a los mercados financieros, al capitalismo de consumo, que es el único que prosigue su valioso combate contra la funesta democracia. Despilfarro y ecología son incompatibles, dice. Para mí que Dios introdujo en su creación a Sánchez Alonso solo para amargarnos la existencia. Menos mal que hoy no está, ya digo, porque tenía la intención de perpetrar este viernes un artículo navideño titulado “La Internacional consumista”. Y sospecho que con el único propósito de que se nos atragantasen los polvorones.