Cuando Internet dio sus primeros pasos al comienzo de la década de los noventa y no se había perdido la inocencia o la ingenuidad respecto a la tecnología, el clamor era unánime para digitalizar contenidos y ponerlos en abierto a disposición del mayor número de personas posible. No se cayó en la cuenta de que todos los que participan en la creación de contenidos (el mundo del cine, la literatura, el arte o el periodismo) comen, y cobran por su trabajo, al igual que lo hacen quienes lo consumen. Y, claro, luego vino lo ya conocido: barreras de acceso, muros de pago, etcétera, que terminaron con la utopía de que lo que emanaba de la red era, mágicamente, sin coste alguno.
Ahora con la eclosión de la Inteligencia Artificial (IA) vuelve a plantearse algo muy parecido a lo que ocurrió con Internet en sus inicios: la necesidad de que la IA se alimente, pero las tecnológicas se resisten a pagar a los creadores para adiestrar sus modelos de lenguaje.
Sin embargo, queda un amplio margen para incorporar a la IA los millones de documentos que están libres de derechos y son ya de dominio público, todo el patrimonio histórico y documental acumulado desde la existencia como mínimo de la imprenta.
El reto es enorme y trascendental porque no se concibe una inteligencia sin memoria.
El problema radica en que digitalizar los millones de documentos en soporte físico cuesta también mucho dinero y faltan mecenas y entidades dispuestas a invertir en semejante desafío.
Los gobiernos, por desgracia, piensan más en rearmarse que en lograr una transición digital, energética o ecológica justa que no deje atrás a nadie. Si muchos dirigentes políticos se olvidan de lo que dijeron anteayer, cómo van a defender que la memoria histórica y cultural se mantenga viva, operativa, utilizable y accesible de manera universal.
Cuando la Unión Europea habla de soberanía y autonomía estratégica en el mundo multipolar en el que estamos, hay que recordarle que dejar en manos de los más ricos del planeta la memoria de las distintas culturas y civilizaciones sería un disparate imposible de revertir.
En el conjunto del planeta, la UNESCO y el sistema de Naciones Unidas deben asumir el papel de defensores del carácter público de la memoria colectiva y evitar su privatización para comercializar y especular con ella sin ningún tipo de control como defienden Trump, Milei y otros dictadores de su misma calaña.