Hace días leía en Twitter a una amiga abogada que se congratulaba de que le había tocado celebrar juicios en una sala de vistas accesible a su silla de ruedas. Continuaba diciendo que muy pocas veces ocurre y alababa la delicadeza de la jueza que, sabiendo que ella tenía un juicio allí, había trasladado los señalamientos del día a aquella sala “amable”.

Tenía razón, sin duda, en lo que decía. Salvo un detalle, aunque poco pueda hacer ella. Celebrar la amabilidad de la magistrada que decide cambiar de ubicación por razón de accesibilidad implica que no siempre se hace. Es más, que no hay mandato que lo imponga ni posibilidad de real de hacerlo. Y eso poco tiene que celebrar. No puede dejarse el ejercicio de un derecho tan importante como el de no sufrir discriminación, a la buena disposición de la señoría de turno. Por más que se agradezca.

El tuit de mi amiga me hizo reflexionar. Yo no vivo en la misma ciudad que ella, ni siquiera en la misma Comunidad Autónoma. Y no recuerdo que en mi esplendorosa Ciudad de la Justicia haya visto una sola sala de vista adaptada a esas necesidades, más allá de la obligatoria rampa de acceso a las instalaciones y del voluntarismo de apañar las cosas como mejor se puede cuando nos vemos en el caso. Es más, en ocasiones hay que montar un verdadero Tetris para lograr acoplar el tamaño y las características concretas del lugar con las necesidades reales.

Al pensar en esto recordé algo que, en mis primeros días como fiscal, llamó poderosamente mi atención. Estaba en prácticas en una de las visitas a otras fiscalías, y recalamos en la Audiencia Nacional. Uno de sus fiscales, que más tarde alcanzaría importantes puestos dentro de la carrera, nos decía que la razón por la que pidió ese destino era porque era el único que tenía rampa de acceso a su silla de ruedas. Corría el año 1992 y lo que nos contaba databa, más o menos, de dos décadas antes.

No cabe duda de que las cosas han mejorado para las personas con discapacidad. Pero no cabe duda tampoco de que no han mejorado todo lo que debieran ni a la velocidad que debieran hacerlo. Pensemos en lo difícil que les resulta caminar por determinadas aceras, entrar en algunos locales o un gesto tan simple como el de poner gasolina. Pongámonos en su piel.

En estos días en que tanto hablamos de buenos deseos, recordemos que desear no basta. A veces, hay que hacer algo más para que los deseos se cumplan.