Hace unos años descubrí al filósofo francés Gilles Deleuze (1925-1995), considerado uno de los más grandes filósofos del siglo XX. Di con él por una cuestión que me inspiraba inquietud y mucha curiosidad personal; me intrigaba el motivo por el que  fui educada (como la mayoría en los países de tradición cristiana) en el loor al sufrimiento, en la consideración de la vida como un “valle de lágrimas” y como un espacio en el que la verdad, la alegría y la felicidad son pecado mortal, o casi; aunque en la Grecia antigua Aristóteles decía que el objetivo último de la existencia humana es la felicidad. Esa enorme paradoja me parecía, y me parece, enormemente interesante. Y me encontré con las ideas de Deleuze (Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, 2000) que despojaron mis dudas en el sentido que yo ya intuía, pero apenas me atrevía a considerar, porque el asunto es realmente “fuerte”.

Deleuze dice que el poder necesita personas tristes, requiere de tristeza porque se puede dominar a la gente triste: la alegría, por lo tanto, es resistencia. Fue para mí un maravilloso descubrimiento porque esa idea me reconciliaba con lo que yo sentía dentro de mí, y, a la vez, me permitía percibir sin culpa el sentido maravilloso que siempre le di a la alegría, a la felicidad, tan repudiadas, como todos sabemos, por los postulados del judeo cristianismo, y tan infrecuentes, por lo general, en las sociedades y países de tradición cristiana.

La alegría, además de una emoción humana maravillosa es resistencia ante el  poder tiránico abusivo, o, dicho de otro modo, antidemocrático. Algo de lo que también hablaba, en registro literario, Benedetti cuando decía “defender la alegría como un principio, como una trinchera, como un destino, como un derecho, como una certeza, defenderla de la rutina, de los miserables y de la miseria (…)”. El gran poeta uruguayo no hablaba en estos versos maravillosos de ninguna abstracción o ingenuidad poética, sino  de política, de resistencia, de humanismo y de humanidad defendiéndose de la injusticia.

Otra reflexión de Deleuze que me encanta es una idea maravillosa sobre la utilidad de la filosofía, que ya sabemos también que suele ser bastante perseguida o denostada por el poder; que “pensar nos vuelve tontos”, según nos decían muchas veces maestros y curas en las escuelas. Sencillamente porque “pensar” inhabilita la manipulación y nos hace libres: “Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía la respuesta debe ser contundente y agresiva. La filosofía no sirve ni al Estado ni a la iglesia, a ningún poder establecido, que tiene otras preocupaciones. Sirve para contrariar, para cuestionar la realidad, para entenderla y buscar mejores opciones (…) Sirve para detestar la estupidez y hacer de ella algo vergonzoso. Sirve para denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas. Para hacer del pensamiento algo activo, afirmativo, agresivo. Hacer hombres libres, que no confundan los fines de la cultura con los intereses del Estado, de la moral impuesta o la religión. Combatir el resentimiento y tanta mala conciencia que ocupan el lugar del pensamiento (…)”. Ahí es nada.

Viene a cuento toda esta argumentación porque llevo tiempo preguntándome por el preocupante auge del fanatismo, de los neofascismos y extremas derechas en las últimas décadas, en una curva ascendente que parece que no para. Por supuesto, el motivo principal es que el neoliberalismo ha resucitado al fascismo. Pero, como casi todo, se trata de algo multifactorial; existen multitud de componentes en este proceso perfectamente planificado. Si Adolf Hitler y adláteres consiguieron que un país entero considerara oportuno perseguir y asesinar a muchos miles de alemanes en beneficio de la “raza aria”, en un lavado de cerebro nacional y descomunal, podemos imaginar que, en esa sintonía, muchos canallas pueden conseguir muchas cosas. Y lo hacen. No hay más que ver grandes “cambios de chaqueta” no sólo de mucha gente común, cegada por las orejeras de bulos, desinformaciones y, muchas veces, ignorancia, sino también de grandes líderes de la socialdemocracia que han perdido el norte para vergüenza de los que seguimos siéndolo.

La incultura, la desinformación y el acriticismo tienen mucho que ver con la ausencia de filosofía en la escuela y en los currículums educativos. En este mes de junio todos los jóvenes que acaban la enseñanza secundaria afrontan los exámenes de la EvAU para acceder a la Universidad. Acabo de leer que el número de alumnos que se matriculan en carreras de humanidades ha caído casi un 30 por cien en prácticamente todos los países del mundo. Es obvio que el neofascismo o neoliberalismo ejerce de revulsivo para todo lo que tenga que ver con cultura, conocimiento o sensibilidad.

Leía también que Filosofía es la carrera con menos salidas laborales en España. Menos de uno de cada seis alumnos graduado en Filosofía en los últimos cinco años ha encontrado trabajo relacionado con sus estudios. Pero sigue habiendo jóvenes que, a pesar de ello, se siguen matriculando en la materia que busca entender el mundo, establecer estándares de evidencia, métodos racionales para resolver conflictos, y crear herramientas para evaluar ideas y argumentos. Es decir, sigue habiendo valientes que seguirán en el futuro defendiendo el conocimiento, la búsqueda de la verdad y la alegría; y denunciando al poder, a los tiranos, a los corruptos y a los mediocres.

Coral Bravo es Doctora en Filología