Siempre me han gustado las conversaciones comodín. Ahora que está de moda dar la espalda a la navidad, salir a correr en festivo y descoser la tradición entre egoístas búsquedas de atención, redoblo mi escucha ante esas anécdotas recurrentes que despiertan la carcajada de la misma gente, en la misma mesa y en la misma fecha. Historias que con el paso del tiempo, y de los distintos narradores, han sido deformadas y estiradas ridículamente alterando la verdad hasta convertirse en fábula. 

Mi abuelo, el materno, volvía una vez de alguno de esos pub cortijeros donde le salieron los dientes cuando el policía de la zona, primo tercero o cuarto seguro, le dio el alto: “Antonio, vas haciendo eses. Te metes en el carril contrario”. “No me toques los cojones. Si hiciesen las carreteras igual de anchas que de largas entraríamos todos”, contestó. Mi padre, en la mili, decidió ser cocinero porque así se saltaba el toque de diana y después de recoger los cacharros a medio día se iba a jugar futbolines por la patilla con los mandos del cuartel. Mi hermano, un sonriente y regordete preescolar, empezó y terminó el mismo día su carrera como delantero tanqueta con un par de goles: “Pero hijo, que la portería es la otra”, gritaba mi madre. “Esta está más cerca, mamá. Corre tú si quieres”. 40 grados hacían.

Recuerdos, todos ellos, propios y ajenos, verdaderos o convertidos en verdad, que sirven para amenizar la cena y renovar tu identidad. Porque, al final, no somos más que nuestras propias historias: la búsqueda de un camino lo suficientemente ancho para que entremos todos, la compañía de una sargento benevolente que te invite a salir por las tardes y la convicción de meterla cada vez que estás en el área -por más calor que haga-. 

Así que brindemos por ello mientras hacemos balance de un año que, como todos, ha tenido momentos mejores y peores. Yo no me quejo: me he casado con el banco, el jefe no me da la lata -al menos no más que a cualquier español que ponga la tele-, he cumplido treinta años -por lo que ya me encuentro en los estertores de mi adolescencia perenne- y lo he disfrutado con los míos. Los de sangre, los nuevos, los cinco colegas de toda la vida y una ansiedad andante, de unos 60 kilos, que busca retraerme de la estupidez con mayor o menor fortuna desde hace unos pocos años. 

Al 26 le pido poco: un par de historias comodín para recordar cuando toque y que el ardor de estómago de mañana no sea de los fuertes. Pasado ya veremos. 

Feliz año, como siempre.