Monseñor Óscar Romero es el santo de los derechos humanos. Monseñor Óscar Romero, fusil blanco de paz, huracán de justicia en su vocecita pálida, fue el partisano amerindio que le salió en El Salvador al siniestro Wojtyla. Un papa mucho menos preocupado por difundir el Evangelio de Lucas —aquel del rico epulón y el pobre Lázaro, ya saben— que por cazar comunistas lanzándoles el báculo a rodeón, como los pastores mesetarios, y por construir una Iglesia neoimperial reventona de caudales y legionarios de Cristo más amigos de la carne de los niños, ay, que de sus almas. Wojtyla impuso un catolicismo de campo de concentración. O sea, un catolicismo escolástico, dogmático, hierático, retrógrado, gótico y mansurrón. Pero, eso sí, muy hollywoodiense y cool. Con el único que no contaba en sus giras de besasuelos y totus tuus era con Jesucristo. Bueno, a lo sumo lo ponía de telonero cuando las circunstancias le obligaban.

¿Cómo iba, por tanto, a tener en cuenta al padre Romero, ese Marx con sotana, según sus enemigos de pistola y rosario? En cambio, Juan Pablo II salivaba glotonerías de portera escuchando a los calumniadores del padrecito, a los judas en salmuera, a los viejos que le iban con consejas de viejas. Quizá Wojtyla pudo evitar el asesinato de Romero. Quizá. “Si me matan”, le dijo a un periodista poco antes de morir, “resucitaré en el pueblo salvadoreño”.

Le dispararon frente al altar, como a un Tomás Becket dulce e indígena. Eran las seis y media de la tarde del 24 de marzo de 1980 cuando el cañón de un fusil asomó detrás de la ventanilla trasera de un Wolkswagen Passat rojo. El coche se había detenido frente a la puerta abierta de la capilla en que monseñor celebraba una misa de difuntos. De repente, una mano se aferra a un puñado de tela del mantel del altar, cae el cáliz y las hostias se dispersan en un volcán de escamas blancas. Estupor en los rostros de los feligreses. Primeros gritos. Olor a pólvora. Ráfagas de tocas monjiles corriendo hacia el altar. Pétalos de sangre en las flores. Monseñor Romero se desangra en el suelo, a los pies de la cruz, mientras perdura el eco pedregoso del disparo dentro de la iglesia. Una vida, cualquier vida, cabe en cinco milímetros. Los sesenta y dos años del arzobispo se escapan a borbotones por la diminuta herida del calibre 22 que un ultraderechista le acaba de abrir en el corazón.

No lo asesinaron por beaturronerías como las que aquí defiende Hazte Oír

A monseñor Romero no lo asesinaron por beaturronerías como las que aquí defienden Hazte Oír, Abogados Cristianos y la secta ultracatólica El Yunque, esa escombrera de torquemadas con mocasines, sino que lo mataron por ejercer de cristiano full time. Lo mataron porque, como dice el poeta T.S. Eliot en Asesinato en la catedral, “la especie humana no soporta demasiada realidad”. Y él, Romero que estás en los cielos, fusil blanco de paz, huracán de justicia, duro roble al alba, le había echado a la jeta del poder la mugre, las pústulas, toda la realidad de El Salvador. Sin escatimar un gramo.

A diferencia de los toláis que en España persiguen a un actor por blasfemo, monseñor sabía que a Dios no le enojan las palabras, sino las obras. No, tampoco un condón adolescente y enamorado ofende a Yahvé. Y sí —y mucho— el genocidio social que es la pobreza orquestada por los verdugos de Wall Street en complicidad con los gobiernos. A ver si vamos enterándonos de que no es el dióxido de carbono lo que asfixia al planeta, sino la codicia. “No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada”, denunció el páter. Y maldijo setenta veces siete a “ese dios Moloc, insaciable de poder, de dinero, que, con tal de mantener sus situaciones injustas, no le importa la vida”.

Sus homilías de pelo en pecho se oponían frontalmente a las élites, a los pitucos, a los pisaverdes de club de golf, al sanedrín económico, a todo el gobierno salvadoreño apoyado por grupos paramilitares de extrema derecha. Su teología eran palabras de pan que bajaban a las minas y subían como palomas de justicia a los cielos. Y mientras Wojtyla veía a Cristo en la cara del George Washington que está dentro de un dólar, Romero lo redescubría en la tos negra de los picapedreros, pues, siendo un mocoso, él mismo había sudado en las minas de oro de Potosí por cincuenta centavos al día. Más tarde también vería sufrir al Galileo en los campesinos, en los cholos, en las enormes panzas desnutridas de los niños, en el pueblo. “Si denuncio y condeno la injusticia, es porque es mi obligación como pastor”, dijo. Igualito, igualito que nuestros obispos, riveras y demás pablocasados.

Sus homilías de pelo en pecho se oponían frontalmente a las élites

Monseñor Romero, voz de trigo firme, santo rústico de palabra de encina, se mantuvo próximo a la teología de la liberación de Boff, de Ellacuría, de Jon Sobrino. La única que en dos mil años se ha atrevido a descolgar a Jesucristo del madero para repartirlo entre los pobres, pues los obispazos de barriga y regüeldo satisfecho, y todos los políticos que escupen su indiferencia en la cara del trabajador o del joven que cobra trescientos insultos al mes (sin descontar el irpf), todos estos solo le han dejado la corona de espinas al currito, al parado, al pensionista, al proleta que se suicida para que no tener que llegar sin vida a fin mes.

En España, estaríamos salvados con uno o dos políticos que recogieran el testigo de monseñor Romero. Exigir que lo haga la Conferencia Episcopal, con sus obispos medievales y curas camastrones, es pedir peras al olmo. Y más cuando la Iglesia, no contenta con haber amamantado a los golpistas de la guerra del 36, se lanza a prolongarla acogiendo a su artífice en la catedral de la Almudena, que ahí es donde parece que terminarán los despojos de Franco tras Cuelgamuros, con el nihil obstat y todo, che, de Bergoglio.

En fin, que me da a mí que tampoco a Sánchez, ni a Iglesias, ni a Casado, ni a Rivera les interesa mucho el páter salvadoreño. Deben de pensar que, una vez que el papa Francisco le ha concedido a Romero un día en el calendario para obrar milagros, el arzobispo está bien donde está. O sea, en un zaquizamí del santoral católico y en un enjambre de camisetas, pósters, cuadernos, llaveros y tazas de café. Quién iba a decírselo a don Óscar. De defensor de los derechos humanos a icono de la cultura gilipop. Ya, ya, pero sobreviven sus palabras, oiga. ¿De qué palabras habla usted, alma de alhelí? Hace rato que se las llevó un viento políticamente correcto. A Dios gracias.