Ya lo he dicho más de una vez: tengo una edad. Y, aunque no lo dijera, salta a la vista. Boomer para unos, cincuenter para otros. Y para algunas, simplemente, vieja. Y a mucha honra.

Me pasó hace unos días. Estaba, nada más y nada menos, que enfrascada en un concurso de ballet al que me presenté junto a mi compañera de clase, para asombro de propios y extraños. Como quiera que, además de lo dicho, soy disfrutona, no dudé ni un momento cuando mi profesora de danza me propuso participar, junto a mi compañera, en un certamen de danza amateur.

Como seremos cincuenters pero no tontas, éramos conscientes de que seríamos bichos raros en un espectáculo cuajado de jóvenes de elasticidad imposible y cuerpos ideales. Y no nos importaba, la verdad. Es más, pensábamos que precisamente esa rareza era nuestra mejor baza.

Por eso no dije nada cuando la oí. Una de aquellas jovencitas danzarinas preguntaba a otra, entre susurros y risillas, si había visto a aquellas viejas. Podría haberle contestado que ya querría ella a mi edad, o podía haberme disgustado. Pero ni una cosa ni otra. Aquella pobre tontalescente no me iba a quitar ni una pizca de ilusión y motivación. Ni a mi partenaire. Ni mucho menos a mi profe, a la vez que hija, que, para decir verdad, estaba más nerviosa que nosotras. Y también más orgullosa.

Llegó nuestro momento. Confieso que en el instante en que me vi en aquel escenario enorme, con llenazo de público, sentí una felicidad absoluta. Una felicidad que creció más aun cuando aquel público prorrumpió en aplausos nada más vernos. Es evidente que vieron lo que aquella jovencita no supo ver. Y ni que decir tiene que respondimos dando lo mejor de nosotras en nuestra coreografía. Y nos ganamos una nueva salva de aplausos y los vítores de nuestra profesora.

Tras el saludo de rigor, nos abrazamos entre bambalinas, con una sonrisa de oreja a oreja, a diferencia de la mayoría de participantes, que terminaban quejándose de que no les había salido todo perfecto. En concreto, la cría que se refirió a nosotras minutos antes despectivamente salía hecha un mar de lágrimas, porque había fallado. A punto estuve de decirle que su juventud le había jugado una mala pasada. Pero me lo guardé. Bastante tenía con no poder disfrutar de algo tan maravilloso como el ballet.

No ganamos, y tampoco lo esperábamos. Pero nos dieron un premio especial, porque hubo quien supo ver lo que había en aquellos dos cuerpos tan alejados de los estereotipos que daban lo mejor de sí mismas. Y que piensan seguir dándolo.