Cinismo es poner a todo volumen “Fear of the Dark” de Iron Maiden en el funeral de Ana Torroja, a la que Dios y la cirugía conserven muchos años. Cinismo es convertirte en la oposición de tu jefe y que no te importe. Cinismo es colocarle en el casco de un antidisturbios ciego de rabia una pegatina terapéutica que diga: “No a las drogas”. Cinismo es hurgarse la nariz mientras el cura pronuncia esas palabras mágicas de la consagración que tunean el morapio y la galleta en la sangre y el cuerpo de Cristo. Cinismo es rebatir la sofisticada teoría de Platón sobre el Eros con el último número de Playboy. Cinismo es pegar una bomba lapa debajo de las convenciones sociales para elevarlas al cielo de la cordura. Cinismo es no tomarse en serio a uno mismo. Cinismo es esconder todos los dedos en el puño excepto el corazón y mostrárselo a los demagogos de la moral. Cinismo es retirarse del mundo sin apartarse de él. Cinismo es insolencia, subversión, gozo, aire, libertad.

Cinismo no es, pues, solo un término en el que brilla etimológicamente el sol empollón de Grecia y con el que se nombra en plan culto —cinismo es una palabra con dos o tres licenciaturas— lo que en tierra de garbanzos siempre hemos llamado sinvergonzonería, malicia o roña.

En efecto, el cinismo histórico, el cinismo de verdad, ese que nació en Atenas en el siglo IV a. C. y que se escribe con ladridos y con k de perro (kyon, “can”), el cinismo auténtico, digo, es mucho más que un sinónimo de hipocresía o simulación, con las que hoy se lo confunde. Es un aullido de lobo en medio de los gruñiditos de los caniches sociales. El cinismo es como el fútbol para un argentino: la última cordura en una época en la que la locura es un bien de consumo.

A ver las cosas tal como son y no como quieren que las veamos nos enseña Diógenes, cuya filosofía hoy —aplastados por la mediocridad, golpeados por la politiquería, triturados por la crisis sanitaria, ambiental y económica, porculizados por el anarcocapitalismo y maniatados por lo políticamente correcto— se hace muy necesaria. En el prólogo a Los cínicos, García Gual definió a Diógenes de Sinope como “un guerrillero de la filosofía […] que no sienta cátedra, sino que zancadillea a los profesores”.

Diógenes era, en efecto, el punki de Atenas. Un punki sin argollas en las narices ni cresta en el cráneo. Diógenes vestía de Armani plebeyo: manto, zurrón, cayado y sandalias. Manto que él llevaba las cuatro estaciones, el hombro derecho siempre desnudo, como lo vio Rafael en La escuela de Atenas (Diógenes es el tipo solemnemente despatarrado en la escalinata). Zurrón para guardar la escudilla de las legumbres. Cayado con el que ahuyentar a los moscones de Platón. Sandalias trashumantes con las que medir el ancho mundo, que era su casa. Este era el uniforme laboral del filósofo cínico. El mismo, por cierto, que viste Jesús de Nazaret en un bajorrelieve del Museo Nazionale delle Terme (Roma), lo cual, unido a su método de enseñanza a través de dichos o logoi y ejemplos vitales, induce a escribir a John D. Crossan que el Galileo fue un campesino doblado de filósofo cínico (El Jesús de la historia. Vida de un campesino mediterráneo judío).

Para conocerse, Diógenes tuvo que igualarse a los dioses. Sin embargo, él no es un mercachifle de absolutos como Platón, que se echa mucho perfume ontológico y floral con el único fin de esconder el olor a meados de su filosofía. El comportamiento de Diógenes se ajusta a su prédica de esparto: “Merece ser libre”. Ahora bien, no hay que confundir esta libertad con la que proclaman Ayuso y sus perritos lulús, que no es más que narcisismo, aspaviento ególatra y repugnante compasión de sí mismos. La libertad de Diógenes es muy diferente. Es la que surge de la pobreza interior, aquel tesoro que brilla después de haber pasado a cuchillo al mundo y a uno mismo, y que se manifiesta exteriormente en harapos, el lujo de los ricos que nunca saldrán en Forbes.

Diógenes no predicaba la libertad agitando un berrinche de banderas desde la ventanilla de un Mercedes ni aporreando pucheros en la calle Núñez de Balboa. Diógenes habría escupido a estas gentes por tomar el sagrado nombre de la libertad en vano. Sus rivales, pretendiendo ofenderlo, lo llamaron perro. Injuria de la que él y otros se adueñaron con orgullo. De ahí el nombre perruno de la escuela cínica. Y de ahí también que a unos muchachos que lo acosaban en la calle y fingían apartarse de él para que no los mordiera, les respondiese: “No temáis; un perro no come berzas”. Al preguntarle un vendedor de milagrerías de teletienda si creía en los dioses, le replicó: “¿Cómo no voy a creer en ellos, cuando tengo por seguro que te maldicen?”. A uno que se rio de él diciéndole que, si adulase a los poderosos, no tendría que comer siempre lentejas, le enjaretó: “En cambio, si tú hubieras aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular a los poderosos”. “Si no hubiese sido Alejandro Magno, me había gustado ser Diógenes”, resumió el Macedonio cuando lo conoció.

Todo esto y más lo cuenta Diógenes Laercio en el libro VI de Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres. Un libro de humor subversivo que contrasta con el que hacen hoy los funcionarios de la risita burguesa, sapos que croan sus chistes de estanque, que solo persiguen entretener a las masas y no despertarlas, como el cínico, a la verdad.

Porque Diógenes es un filósofo que busca empeñosamente la verdad, y para eso no duda en prescindir de todo lo que se la dificulta: el trabajo, Dani Mateo, el matrimonio, los best sellers, el horóscopo, las comodidades, etc. Su hogar, un tonel. Su único mandamiento, la libertad. Sus métodos para alcanzarla, la disciplina y la parrhesia u obligación de decir siempre la verdad en nombre del bien común, aunque eso sea peligroso. El poeta Gottfried Benn, echándose a la clavícula el manto del cínico, anotó la revolución de nuestra época: “Ser tonto y tener trabajo, he ahí la felicidad”.

Tan pensador es Sócrates como Diógenes. Solo que el cínico no edifica su discurso con silogismos, sino con risotadas. Y con el cuerpo, al que no teme (todo lo que sale del cuerpo es santo). Diógenes es Platón agachado en una letrina. “El culo”, observa el filósofo Peter Sloterdijk en Crítica de la razón cínica, “es el plebeyo, el demócrata de base y el cosmopolita […], en una palabra, el órgano cínico elemental. […] Esta inclinación a lo elemental y a lo fundamental predispone al culo particularmente a la filosofía”.

La auténtica filosofía se elabora, por tanto, sin cabeza. De hecho, lo primero que hace un maestro zen o sufí que se precie es cortártela —la cabeza— para mejorarte el riego sanguíneo y que pienses mejor. Si alguien desea podar ese inútil apéndice que sobresale de los hombros, le recomiendo el interesante y acéfalo libro Vivir sin cabeza, de Douglas E. Harding.

De modo que Diógenes razonaba con el cuerpo, decíamos, que él alimentaba de legumbres y agasajaba con las curvilíneas y mimosas hetairas de Atenas, quienes, al parecer, no le cobraban los servicios. Las hetairas, como se sabe, no solo eran prostitutas de lujo, sino mujeres admiradas y respetadas socialmente, mujeres libres, inteligentes y muy cultas (la que menos tenía una tesis doctoral sobre el escudo de Aquiles o daba conferencias TEDx sobre el ápeiron de Anaximandro).

En un país instruido y moralmente saludable, alguna de ellas sería presidenta del Gobierno. Y nos iría mejor. En España, nuestro querido terruño, ese land con mandil de Alemania, hay muchas cosas que revisar y diogenizar. Pero aquí, desafortunadamente, del perro de Diógenes no nacieron mastines, sino cachorros enclenques que mezclarían y debilitarían su sangre con el judeocristianismo y, con el tiempo, degenerarían en chihuahuas neuróticos: la sumisión, la mojigatería, El Corte Inglés.

Pronto se celebrarán elecciones en Madrid. Sin fe, con la nariz tapada, a regañadientes, no votaré a favor de este o aquel candidato, que me parecen el mismo teleñeco con distintas voces. Solo votaré contra Ayuso. Cínicamente.