Los recientes episodios de lluvias torrenciales y crecidas provocadas por la DANA en Valencia han dejado una estela de destrucción, vidas truncadas y mucho dolor, y han vuelto a visibilizar la fractura de un modelo económico en crisis que revela su cara más oscura. En esta tormenta, los heridos y los muertos no provienen solo de la crisis climática, sino que el origen de muchas de las víctimas es el mismo de siempre: el trabajo en el capitalismo. Lo que hemos visto estos días, y lo que aún queda por ver, no es solo la consecuencia de una inclemencia meteorológica, sino también el reflejo de un sistema económico que, bajo la lógica capitalista, sacrifica la vida de sus trabajadores, especialmente a aquellos más precarizados y vulnerables.

Son estas situaciones de emergencia, como lo fue la pandemia de COVID, las que exponen a la luz pública la falta de empatía de este sistema y la desprotección que sufren los empleados cuando la economía decide que el trabajo y el beneficio son prioritarios, incluso a costa de la seguridad y la vida de las personas. Los desastres naturales no son nuevos, ni van a dejar de arrasar infraestructuras, bienes y personas. Sabemos que el cambio climático hará que estos eventos sean cada vez más frecuentes, y que una buena planificación y gestión pública pueden ayudar a salvar más vidas. Sin embargo, hay situaciones que siguen siendo abordadas de la misma manera, sin cuestionar las bases del sistema capitalista y que, como vemos estos días, cuestan vidas.

En particular, pocas veces se pone sobre la mesa el costo en muertes directas que supone ser asalariado en un mercado sin limites. La ética del trabajo bajo el capitalismo, profundamente arraigada en la propia cultura laboral de los trabajadores y no solo en la de los empresarios, nos obliga a sentirnos responsables de cumplir con nuestras tareas sin importar las circunstancias. Esta “ética” laboral nos conduce a la trampa de la responsabilidad individual, desviando la atención de las condiciones de explotación que dictan los términos laborales. Tan solo 24 horas después del impacto inicial de la DANA en Valencia, descubrimos que casi el 100% de los empleados del sector privado había acudido a sus puestos de trabajo; entre ellos, miles de trabajadores a quienes nadie les dijo que no asistieran: ni empleadores, ni jefes, ni sindicatos, nadie. Ni con alertas ni con avisos, nadie les dijo: “Quédense en casa.” Lo que es aún más criminal es que poco a poco vamos conociendo cientos de historias sobre cómo, en muchas empresas, no les dejaron salir de sus puestos de trabajo ni siquiera cuando el desastre ya estaba en marcha.

Y es más, todavía hay historias de algunos trabajadores que al caer la noche, cuando la tragedia ya era evidente, seguían en sus puestos. Esto no es nada nuevo, pero no por ello menos increíble que no esté en las portadas de todos los periódicos. Porque es el eje central de un sistema que no tiene miedo de sacrificar seres humanos como si fueran peones en un tablero de juego. Acabamos de saber que los empleados públicos de la Diputación de Valencia fueron mandados a casa, a diferencia del nulo aviso al sector privado. No siempre es así y no solo ellos sufren; sin embargo, este tipo de abusos laborales, que literalmente matan, son especialmente acuciantes en los trabajos más precarios, y los mayores golpes recaen en personas migrantes y en quienes están en situaciones de mayor vulnerabilidad.

En el libro Trabajo sucio de Eyal Press, el periodista y colaborador del New York Times narra cómo los trabajadores de mataderos de pollos en el sur de EEUU fueron obligados a trabajar sin protección durante la pandemia, ya que la demanda de carne se disparó y las empresas ganaban mucho más que antes de la crisis. El capitalismo en estado puro es ver cómo hay vidas humanas que pueden ser directamente lanzadas hacia una muerte segura, única y exclusivamente por dinero. Si esto no es suficiente, queda la parte más compleja de las situaciones de emergencia: aquellas que involucran la supervivencia de los individuos. Uno de los libros más inspiradores que he leído sobre la naturaleza humana es Un paraíso en el infierno de Rebeca Solnit, donde la autora analiza cómo las comunidades responden en tiempos de crisis. Al contrario de lo que la gente suele pensar, porque es contraintuitivo en medio de la desinformación del capitalismo, las personas no suelen tener comportamientos egoístas ni de “sálvese quien pueda” en momentos como el de Valencia.

Rebeca Solnit nos muestra, tras estudiar muchos casos, que en contextos de desastre, en lugar de sucumbir al caos, las personas tienden a autoorganizarse, a ayudarse mutuamente y a crear redes de apoyo. Da decenas de ejemplos a lo largo y ancho del mundo y de diferentes épocas históricas. Tras grandes atentados y accidentes multitudinarios, desastres naturales y eventos de gran poder destructivo que dejan miles de vidas segadas, muy pocas horas después surgen cientos de formas distintas de ayuda voluntaria entre individuos, que cooperan mutuamente de forma colectiva. Son el paraíso en el infierno. Basta con leer lo que nos llega en estas últimas horas de Valencia para saber que, en la práctica, el comportamiento humano suele ser la luz que emerge de la oscuridad: gente que desde el primer momento salvó a sus vecinos y les dejó entrar en sus casas, quienes hoy corren camino a Valencia para llevar agua y alimentos, todos los valencianos que, logrando sobrevivir a la tragedia, en lugar de ponerse a salvo, salen a las calles con la única misión de sacar del barro a quienes ayer eran solo el señor o la señora del edificio de enfrente.

Sin embargo, en contextos capitalistas, este instinto natural de cooperación se enfrenta a las peores barreras: la ideología capitalista y aquellos que, en nombre de salvar al pueblo, solo protegen el capital privado. Los mismos que el día anterior defendían que no acudir a los trabajos era una irresponsabilidad porque afectaría a las empresas son quienes, al día siguiente, con cientos de cadáveres aún calientes, mandan detener a la gente que está tomando comida de los supermercados. Comida que acabaría en la basura, pero a quienes defienden el capital no les importa la incoherencia, solo el orden económico.

Sin el disciplinamiento refinado de la sociedad desde que somos pequeños, nadie en su sano juicio opinaría que la comida y el agua de las estanterías del supermercado son más importantes que dar de comer a tu familia. Los estados y gobiernos que deben proteger a la gente son quienes inculcan a nuestros hijos que, por encima de salvar a las personas, está acudir a tu puesto de trabajo. Nadie en su sano juicio podría defender que no haya suficiente policía y ejército para buscar cadáveres, pero sí para perseguir robos.

Si no fuese porque cada día en cada noticia que recibimos hay propaganda que dice que tu vida vale mucho menos que un yogur. Si esto parece exagerado, solo hay que esperar al próximo desastre y ver cómo los próximos podríamos ser nosotros o nuestras familias. Solo te das cuenta de quién es el opresor cuando finalmente lo tienes ante tus ojos. No hay vida tras la forma de producción capitalista; esta nos propaga el miedo y la desconfianza, ha producido el calentamiento global en tan solo los últimos 100 años, creando la mayor amenaza climática para la Tierra.

Y ahora, cuando las consecuencias del sistema se convierten en desastres naturales más amplificados y constantes, pretenden que nos mantengamos dóciles mientras morimos como moscas. El sistema productivo es la causa; acabar con él no garantiza la supervivencia de la raza humana, pero si seguimos defendiendo este modelo, la pregunta no es si desapareceremos, sino qué tan rápido. Y tengamos por seguro que los de abajo seremos los primeros en caer, mientras quienes lo tienen todo seguirán usando nuestros cuerpos para intentar salvarse.

Pablo Gabandé es politólogo y fotógrafo freelance.

@PabloGabande