Siguen aumentando de manera alarmante las muertes de mujeres por violencia machista. Este recién acabado mes de septiembre es el peor septiembre desde que se contabilizan los asesinatos por violencia de género (2003). Cuatro muertas en un sólo día (25 de septiembre). Cinco muertas en sólo 48 horas. Trece muertas, dos de ellas niñas, sólo en un mes. Cuarenta muertas en nueve meses, lo que va de año. Y leía una viñeta de Emma Gascó en la que, en el contexto de la charla entre dos amigas, una le dice a la otra que si hubieran muerto trece personas en un mes de salmonelosis estaríamos hablando de emergencia nacional.

¿No es lógico preguntarse cómo es posible que estos datos no movilicen de pleno a las instituciones, a los representantes públicos, a la sociedad entera? ¿Cómo es posible que el maltrato machista esté tan asumido, tan normalizado y tan justificado en el inconsciente colectivo? El machismo, además de dañar profunda e intensamente a las relaciones humanas y de hacer imposible la interacción sana entre hombres y mujeres, mata mucho más que mataba ETA en sus tiempos más sanguinarios, o el cáncer, o los accidentes de tráfico.

¿Por qué apenas se habla del tema, casi como si no pasara nada? ¿Por qué no nos asusta tanta barbarie y tanta brutalidad contra las mujeres? ¿Por qué no nos espanta ese odio profundo a lo femenino? ¿Por qué se permite que se propague esa terrible enfermedad humana, afectiva y social? Veinte largos siglos de adoctrinamiento en un ideario, el cristiano, que lleva como bandera la misoginia y el desprecio a las mujeres quizás sea la gran respuesta a esas preguntas, al menos en buena parte.

Que el cristianismo es una ideología profundamente machista y misógina no lo digo yo, hay toneladas de libros y de palabras escritas

Que el cristianismo es una ideología profundamente machista y misógina no lo digo yo, hay toneladas de libros y de palabras escritas y dichas al respecto. Y no hay más que acudir a la biblia para espantarse con ideas monstruosas que han propagado secularmente no sólo el odio, también la persecución y el exterminio de muchas mujeres a lo largo de la historia. “Y he hallado más amarga que la muerte a la mujer, cuyo corazón es lazos y redes, y sus manos ligaduras. El que agrada a Dios escapará de ella; más el pecador quedará en ella preso” (Eclesiastés, 7:26), es sólo un ejemplo que muestra lo que el cristianismo y la Iglesia católica han difundido y grabado a fuego en el inconsciente personal y colectivo a lo largo de los siglos sobre lo femenino. No resulta, por tanto, muy difícil entender ese desprecio y ese odio visceral que muchos hombres parecen profesar hacia sus compañeras, y ese odio y esa competencia que muchas mujeres sienten entre ellas mismas.

¿De qué sirven, por tanto, ministerios de igualdad, manifestaciones, encuentros y conferencias feministas mientras en las escuelas españolas se sigue adoctrinando a los niños en la misoginia de la religión?  ¿De qué sirve la voluntad de muchos políticos progresistas con voluntad mientras a los niños se les sigue enseñando en la Educación pública un mito, el de Eva y el pecado original, que es el germen ideológico primigenio del odio hacia las mujeres, y además es mentira, y además es una absurda irracionalidad?

¿Qué hacer para superar esquemas que provienen de una cultura-incultura secular y que están arraigados en nuestro inconsciente como lapas? Como casi en todo, creo que la respuesta está en la educación, en nuevos aprendizajes, en nuevos paradigmas y en nuevas maneras de construir nuestra afectividad. En aprender que la sensibilidad no es femenina, es humana, y que, como dice Alda Merini, cuando la sensibilidad habita en un hombre es pura poesía; en adiestrarse en expresar de manera efectiva las emociones, en aprender que la represión emocional es inhumana, que las diferencias entre hombres y mujeres son anecdóticas al lado de la humanidad que compartimos. Para ello, por supuesto, es condición sine qua non que la religión quede fuera y lejos de la escuela.

Últimamente estoy leyendo a Marcela Lagarde, maravillosa mexicana que está dedicando su vida a la lucha por la dignidad femenina, que es la dignidad humana, la de todos, finalmente. Recordemos que en México la violencia machista es sistemática (nueve mujeres muertas al día), y hay una ciudad, Ciudad Juárez, en la que se asesinan mujeres continuamente, con la desidia y seguramente la complicidad de diversos ámbitos del poder. E insiste mucho Marcela Lagarde en que la construcción de la autoestima femenina es un asunto político que pone freno al maltrato de género. Y la sensibilidad es un asunto político. Y la ternura es también una cuestión política. El empoderamiento femenino que nos aleje a las mujeres de la sumisión, la expresión y la gestión de las emociones masculinas, la empatía, la solidaridad, la afectividad, la buena comunicación entre hombres y mujeres son todas cuestiones políticas. Porque el poder tradicional establecido (ya sabemos, dios, patria y rey) se encarga muy mucho de obstruir y alejarnos de todo eso en su propio beneficio. Una sociedad enferma, llena de odio, reprimida, frustrada y enfrentada es mucho más sumisa y manipulable.

Tenemos, y tienen especialmente las nuevas generaciones, la asignatura pendiente de redefinir la masculinidad y la feminidad. Tenemos la tarea, si queremos un mundo más humano, más feliz y más justo, de deconstruir los esquemas obsoletos heredados y construir esquemas nuevos basados en el respeto, la comunicación sana, y la solidaridad entre hombres y mujeres. Tenemos la responsabilidad de reivindicar la autoestima femenina, el derecho a la sensibilidad masculina, la ternura personal y social, la comunicación sana y empática entre hombres y mujeres. A la vista de la sociedad enferma en la que vivimos, parece un sueño; pero recordemos que son los sueños los que acaban construyendo, finalmente, lo que llamamos realidad.