Un fantasma recorre España. Un fantasma que amenaza la vida de millones de personas condenándolas, desde el inicio, a una vida demediada, sin oportunidades, sin capacidad de sobreponerse a las dificultades. Un fantasma que en buena medida predetermina el destino. Se trata del fantasma de la pobreza infantil.

En España, más de dos millones de menores de 18 años viven en condiciones de pobreza y de ellos, más de 600 mil lo hacen en condiciones de pobreza severa. Nuestro país, del que tanto nos preciamos por su calidad de vida -hace poco descubrimos que somos el país más saludable del mundo- es uno de los países europeos con mayor tasa de pobreza infantil. Los menores son el tramo de edad con mayor tasa de pobreza, con un 28,1 %, un porcentaje que dobla, por ejemplo, al de los mayores de 65 años.

La pobreza infantil no sólo supone una condena a todas luces inmerecida -nadie ha hecho nada por merecerse nacer en una u otra familia- sino que sus consecuencias se arrastran a lo largo de toda la vida. En España, según la OCDE, una familia situada en el 10% más pobre necesita cuatro generaciones para que uno de sus miembros alcance la clase media. Los resultados académicos en la escuela están íntimamente ligados el contexto socioeconómico de las familias. La mitad de los jóvenes que abandonan los estudios provienen del 20 % más pobre de los hogares, y tienen una probabilidad de abandono escolar once veces más alta que la de los niños que viven en familias con altos ingresos. También once veces más de repetir curso, según el informe PISA de 2015. Las familias con hijos tienen más probabilidades de vivir en pobreza, y si la familia sólo cuenta con un único adulto, la tasa de pobreza prácticamente dobla a la de la población en general.

La pobreza infantil supone peores probabilidades de aprendizaje y peor desempeño académico, más riesgo de abandono escolar temprano, un acceso al mercado de trabajo más precarizado y, en definitiva, una vida peor. Los niños pobres tienen más riesgo de padecer males como la obesidad infantil o embarazos no deseados en etapas temprana. De promedio, un niño nacido en una familia pobre ganará, de adulto, un 40 % menos de lo que gana uno nacido en una familia con altos ingresos.

Es difícil defender esta realidad desde cualquier punto de vista. En las sociedades liberales avanzadas, como España, esta desigualdad de oportunidades en etapas tempranas supone un importante varapalo al principio de que cada uno es artífice de su propio destino. En España, la renta de los adultos depende en un 40 % de la renta de que tenían sus padres. Es difícil sostener que vivimos en un país mínimamente equitativo con estos niveles de partida tan desiguales.

Pero quizá el drama fundamental que acompaña a esta situación es la ausencia de la más mínima sensibilidad hacia esta situación. Pese a tener uno de los mayores índices de pobreza infantil de la Unión Europea, España destina a protección a la infancia y a la familia la mitad del promedio de la Unión Europea. Mientras nuestros países de referencia destinan alrededor del 2,4 % del PIB a protección de la infancia y la familia, en España esta cifra se reduce al 1,3 %. Nuestro sistema educativo es segregador, con una serie de familias cuyos ingresos le permiten acceder a un sistema de educación privada financiado parcialmente por fondos públicos, donde los más pobres tendrían derecho, en teoría, a participar, pero que en realidad requiere de cuotas “voluntarias” (obligatorias) que muchas familias no se pueden permitir. Nuestro discurso patrio lo camufla como libertad de enseñanza, pero en realidad es segregación escolar: las familias pudientes tienen libertad de elegir donde estudian sus hijos, las familias pobres, no. Y para más escándalo, el congreso de los diputados, con los votos del PP, Ciudadanos y el PdCAT acaba de rechazar la idea de que las aportaciones obligatorias a los centros concertados sean tratadas como lo que son, un pago, por otro lado, ilegal según la normativa vigente, calificándolas de “donación” que desgrava en la declaración de la renta.

España ha dado, en los últimos meses, pasos relevantes en la lucha contra la pobreza infantil. En junio de 2018, se aprobó la puesta en marcha del Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil, dependiente de presidencia del gobierno. Desde entonces, se están tomando algunas medidas, aunque muchas de ellas venían vinculadas a los Presupuestos Generales del Estado que no han visto la luz. Dado el momento de incertidumbre política que se vive, puede que este trabajo de discontinúe si cambia la composición del gobierno.

España necesita romper el círculo vicioso de la pobreza infantil: si los niños nacen en familias pobres que no tienen recursos para mejorar su situación, es bastante probable que ellos mismos sean pobres en su edad adulta, por lo que el círculo vuelve a comentar, condenando a una nueva generación. Esta carga en nuestra sociedad y en nuestra economía debería preocuparnos más que la deuda pública, porque su pone un auténtico lastre en términos de cohesión, bienestar y, también, crecimiento económico a largo plazo. Es difícil convertirse en un líder de la economía del conocimiento si un 30% de la población no ha crecido en las adecuadas condiciones de formación y competencias. Para ello hace falta más audacia y más intensidad en las apuestas políticas. A las familias pobres las bajadas de impuestos le dicen muy poco. Lo que necesitan son líneas de apoyo como la prestación por hijo a cargo, la universalización de las escuelas de 0 a 3 años, acabar con la segregación escolar y mejorar los mecanismos de apoyo en el sistema educativo. Así es, y no de otro modo, como se pueden romper los círculos viciosos de la pobreza infantil. Una tarea urgente de la que no hemos tomado la consciencia necesaria.