El pasado día 23 de septiembre, ha tenido lugar en la Sede de Naciones Unidas la Cumbre del Clima, en la que 70 países se han comprometido a acelerar sus planes de reducción de emisiones basados en los compromisos internacionales asumidos en el Acuerdo de París. La cumbre se acompañó por numerosos eventos paralelos durante toda la semana, terminando con las movilizaciones globales del pasado día 27de septiembre, organizadas por la organización juvenil Fridays for Future.

El resultado global de esta semana es un incremento en los niveles de sensibilización en la opinión pública y un pequeño -muy pequeño- avance en materia de compromisos internacionales, incluyendo la participación de más de cien empresas multinacionales.

Como no podía ser de otra manera, los diferentes eventos de la semana han levantado una serie de reflexiones sobre la relación entre la economía y el clima, unas más acertadas que otras. De entre todas ellas, han destacado las críticas planteadas por los defensores de que todo siga como está, esto es, aquellos que se oponen a cualquier tipo de regulación en el ámbito del control de emisiones de gases de efecto invernadero. Dejaremos de lado la opinión de los que piensan que el cambio climático antropogénico no es real, sino un invento de los anticapitalistas, pues esa categoría de pensamiento empareja bien con el terraplanismo o la ufología.

Aparte del irracionalismo acientífico, las críticas a la regulación de la economía para luchar contra el cambio climático son de dos tipos: en primer lugar, que los costes de la regulación son mayores que los costes del propio cambio climático, en segundo lugar, que el mercado alcanzará soluciones por si mismo sin necesidad de regulación.

Comenzando por este último argumento, autores como Daniel Lacalle señala que es la tecnología y la innovación la que acabará con el riesgo del cambio climático, que el intervencionismo lo único que hace es retrasar este proceso, y que serán los mercados libres los que encuentren la solución. No conviene tomarse este argumento a la ligera. El coste de las energías renovables está bajando a gran velocidad debido a la innovación tecnológica y esto llevará a la sustitución de las fuentes de energía fósiles únicamente por la acción del mercado. Pero esta visión es equivocada: en primer lugar, porque el coste de la transición de unas energías a otras es todavía muy elevado, y para cuando se produzca espontáneamente -si llega ese momento- puede ser demasiado tarde. En segundo lugar, porque no tiene en cuenta que, en ausencia de señales claras emitidas por el gobierno, la economía seguirá encajonada en su “dependencia del camino” (path dependence) como bien ha demostrado el economista experto en crecimiento económico y profesor de la universidad de Harvard Phillipe Aghion. En otras palabras, que las nuevas inversiones se destinarán a aprovechar o maximizar lo ya establecido -energías fósiles- antes de proceder a la adopción de una tecnología nueva, y que cuanto más se tarde en generar las condiciones para la transición energética, más altos serán los costes de dicha transición.

Los amantes de los mercados libres plantearán entonces que, según el teorema del Premio Nobel en Economía Ronald Coase, si no hay costes de transacción y los derechos de propiedad están bien establecidos, el mercado alcanzará una solución sin intervención pública. Esto, que puede ser de utilidad para entender relaciones a nivel micro, deja de tener sentido cuando hablamos del clima, cuyos derechos de propiedad son imposibles de definir -el clima es un bien público global prácticamente por definición- y cuando hablamos de ordenar las preferencias e intereses de 7000 millones de personas que viven en el presente y de las generaciones futuras, los costes de transacción son absolutamente inabarcables. No: mal que le pese a algunos, el teorema de Coase no abre las puertas a una solución de mercado en el ámbito del cambio climático.

En definitiva: no podemos esperar a que el mercado, de manera espontánea, se transforme en sostenible. Uno de los mayores expertos internacionales en materia de economía del Cambio Climático, el británico Nicholas Stern, ha señalado que el Cambio Climático es en realidad un gran fallo de mercado, y como tal, requiere de intervención pública para su corrección, sobre la base de regulaciones, fijación de soluciones como mercados de emisiones -con la asignación de un precio al dióxido de carbono- y el establecimiento de impuestos y subvenciones que permitan acelerar la transición energética.

La segunda línea de duda es precisamente la cuantificación de los costes de la transición y su relación con los beneficios de la misma. Aceptada ya la idea de que hay que intervenir, la determinación de los costes y beneficios de la intervención es la que modula la intensidad de la misma.

Pues bien, en este terreno no hay tanto consenso como pudiera parecer: mientras que los costes de la transición energética y ecológica podría ser mensurables, y por lo tanto se podría conocer la cifra necesaria para dichas inversiones, los costes de la inacción son menos precisos, al basarse en cálculos basados en probabilidades. Así, el propio Stern calculó, en 2007, un coste de hasta un 20% del PIB mundial en 2100, aunque otros muchos no comparten estas cifras, como el propio premio Nobel de 2018 Nordhaus, que ofrece estimaciones mucho menos catastróficas.

Las razones de la controversia se basan en las diferentes opciones teóricas y metodológicas tenidas en cuenta para resolver los problemas de la estimación de los costes futuros. Es muy difícil estimar el coste generado por la destrucción debida a fenómenos climáticos extremos, ya que, aunque sabemos que se incrementará su probabilidad, seguirán siendo difíciles de predecir. La productividad agrícola se verá afectada pero las cifras varían en función de los cálculos realizados, mientras que los costes asociados a la salud y el bienestar de las personas o a la preservación de las especies está todavía por cuantificar de manera inequívoca. Con este nivel de incertidumbre, es difícil que se establezca una correcta relación coste-beneficio de la transición ecológica, porque frente a costes conocidos y actuales -los costes de la transición- lo que aparecen como alternativa son los costes vinculados a la inacción, que se producirán en el futuro, y cuyo conocimiento preciso no está claramente determinado. Frente a esta imprecisión, aparece el argumento del colapso: por baja que sea la probabilidad del mismo, el impacto catastrófico de un colapso climático sería suficiente justificación para intervenir. Es un buen argumento retórico, pero no responde a la necesidad de cuantificar adecuadamente la intensidad de dicha intervención.

Tienen los economistas una importante tarea en este ámbito. En la medida en que no seamos capaces de cuantificar, con un mayor grado de precisión, el impacto económico de los diferentes escenarios climáticos, nos encontraremos con la resistencia de los que ponen por encima del interés general su particular idolatría al mecanismo de mercado que, siendo necesario, incluso insustituible, no podrá por sí mismo resolver, ni de lejos, nuestros retos ambientales.