Se despeja el panorama para abrir una discusión en profundidad sobre las reglas fiscales de la Unión Europea, un sistema normativo que, en principio, estaba pensado para garantizar que los países miembros de la Eurozona no entraban en una senda de insostenibilidad fiscal que pudiera poner en peligro el conjunto de la moneda común. Su vida ha sido de lo más atribulada: tras su establecimiento en el marco del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, las reglas fiscales fueron inicialmente sobrepasadas por Alemania y Francia en la pequeña recesión de los años 2002 y 2003, para luego se sistemáticamente incumplidas por los países del sur durante la crisis financiera entre 2008 y 2012, con la irrupción de los verdaderos datos -convenientemente maquillados por el gobierno de Nueva Democracia- de déficit y deuda en Grecia, los contraproducentes recortes de los años 2010 a 2014 -los años de la austeridad- y la posterior consolidación fiscal de España, uno de los últimos países en salir del Procedimiento de Déficit Excesivo. La historia sobre su vigencia culmina en la crisis del Covid de 2020, cuando la Comisión Europea decidió proponer sus suspensión a través de la denominada “clausula de escape”, que sería aplicada hasta el año 2023, y que significaba en la práctica que los estados miembros podrían incurrir en déficits para luchar contra la pandemia y acelerar la recuperación. Y en este momento nos encontramos, cuando parece más que razonable que, aprovechando esta suspensión, la Unión Europea piense en otras posibilidades para garantizar la sostenibilidad fiscal.

En efecto, el sistema creado para controlar las finanzas públicas es un sistema de difícil interpretación que se resume en un vademécum de más de 100 páginas en el que se pretende establecer unas normas de medición de variables complejas, algunas de ellas difícilmente observables en la realidad, como el denominado Déficit Estructural -el déficit público vinculado a una senda de crecimiento potencial, que es, a su vez, una variable que se puede estimar o inferir, pero no observar- y otras difícilmente explicables, como es el límite del 3% de déficit público o el 60% de deuda pública, límites que son, en resumidas cuentas, arbitrarios y que tan bien podrían haber estado en el 2% como en el 4% sin que la naturaleza de los mismos hubiera sufrido ningún cambio significativo. Sus resultados, tras 20 años de vigencia, están a la vista de todos y no merece la pena abundar en ellos. Sólo debe señalarse que el impulso para su reforma está avalado por los pésimos resultados económicos y sociales que ha propiciado desde la crisis de 2008, teniendo que ser completado, perfeccionado y, de alguna manera, enmendado por la puerta de atrás con nuevos instrumentos y nuevos arreglos monetarios, financieros y fiscales.

Las tendencias del debate apuntan a sustituir estos límites cuantitativos por un enfoque más holístico en el que se valoren las proyecciones financieras y cuadros fiscales a medio y largo plazo, dependiendo no sólo de un par de variables, sino valorando en su conjunto aspectos como el crecimiento, la calidad del gasto, la capacidad institucional o el acceso a los mercados, en una línea muy similar a la metodología que incorpora los “análisis de sostenibilidad de deuda” de otras instituciones como al Fondo Monetario Internacional. Este enfoque incorpora una flexibilidad y aumenta el valor de los juicios de los expertos que estarían al cargo de esta revisión, que podrían ser los técnicos de la Comisión Europea o los técnicos de las instituciones de responsabilidad fiscal de cada país. Lo cierto es que este modelo, el preferido de un buen número de economistas de origen francés, como Blanchard o Pissany-Ferry, no ha encontrado, hasta el momento, un eco suficiente para ser valorado seriamente. Las posiciones que han dejado escapar los países “frugales” tienden a seguir manteniendo los límites cuantitativos previos, de manera que un enfoque basado en “estándares” y no en reglas rígidas, parece poco plausible.

Por otro lado, y respetando los límites establecidos, aparecen novedosas propuestas dirigidas a no computar como déficit público algunas inversiones dirigidas a la lucha contra el cambio climático. España se suma a esta decisión planteando que las inversiones verdes no cuenten dentro de los cálculos de deuda y de déficit, inaugurando de esta manera una “era verde” en la política fiscal que complementaría la política monetaria climática que está diseñando el Banco Central Europeo. La idea es interesante y atiende bien a las necesidades y retos que tenemos por delante, y la aprobación de la taxonomía de inversiones sostenibles de la Unión Europea permitiría sistematizar estas decisiones. En este caso, no habría que modificar el Pacto de Estabilidad en sentido estricto, sino quizá el mucho menos conocido, pero igualmente importante, manual de deuda y déficit de Eurostat, donde se define con todo lujo de detalles qué tipo de inversiones deben ir a déficit o no. Un documento técnico que, como el vademécum, bebe de una determinada manera de entender el sector público y que, adecuadamente modificados, podrían tener efectos muy positivos sin tener que tocar los elementos clave del Pacto, sin hablar, por supuesto, de la imposible tarea de reformar los tratados. Por supuesto el diablo se esconde en los detalles, y la operativización de la propuesta podría ser complicada, pero no deberíamos descartar esta vía.   

Puede parecer una propuesta poco ambiciosa, y quizá deberíamos abrir un debate más amplio sobre la gobernanza económica europea. Pero, siendo realistas, tendremos que pensar en modificaciones de este tipo antes de enzarzarnos en la enésima batalla política entre el norte y el sur de la Unión Europea. Razones para evitar esta confrontación no faltan: ante el avance de los Socialdemócratas en Alemania, a los conservadores de la CDU les ha faltado tiempo para volver a hablar de la falta de disciplina de los países del sur y del riesgo de que un gobierno de izquierdas sea demasiado permisivo con nosotros. Si la situación se encona, podemos encontrarnos de nuevo en una fractura muy parecida a la de 2010, algo que deberíamos evitar a toda costa. En este contexto, un paso real vale más que todas las proclamas escritas. Veremos.