Si se ha vuelto a poner de moda hablar de meritocracia en las últimas semanas, debemos agradecérselo a libro que Michael Sandel publicó el pasado año 2020, titulado “La tiranía del mérito”. A partir del mismo, la reacción de una serie de opinadores y analistas ha centrado el tiro en la necesidad de premiar el esfuerzo personal como un resultado positivo para la sociedad, y estableciendo este criterio -el del mérito- como sistema de justicia distributiva superior al del “enchufismo” o el medre en las estructuras de poder, particularmente cuando se trata  del poder político. El paradigma narrativo que acompaña esta defensa de la meritocracia es el militante que, sin mayor conocimiento o preparación, accede a un puesto de responsabilidad sin más mérito que ser amigo del secretario general o del líder del partido. La meritocracia, sin duda, sería un método de distribución de responsabilidades que, a juicio de sus defensores, evitaría que esta circunstancia se produjese, garantizando el gobierno de los mejores. Este asunto ya sería motivo de reflexión, en la medida en que sabemos que tener líderes con alto niveles educativos puede mejorar las tasas de crecimiento, aunque otros estudios apuntan a evidencia contradictoria. También sería motivo de reflexión el hecho de que, pese a que la opinión popular señala que alguien que ha tenido éxito fuera de la política (particularmente en los negocios) pueden ofrecer resultados económicos más consistentes, los estudios señalan que la irrupción de empresarios en la política correlaciona con instituciones débiles y democracias poco consolidadas.  Sabemos, en cualquier caso, que la democracia es, por sí misma, capaz de elegir líderes más educados que otros regímenes, sin necesidad de ninguna corrección adicional, y que podemos esperar que la opinión que tenemos sobre los méritos de un líder correlacione inversamente con la distancia ideológica que nos separa del mismo (solemos puntuar mejor al líder del partido que votamos). Sin querer abundar en esta dirección, querría centrarme en la conveniencia de extender este ideal meritocrático al conjunto de la sociedad.

Propugnar un régimen ideal donde cada uno está en el puesto de la escala social que se merece por sus decisiones y méritos, nos obliga a pensar en cómo se adquieren y recompensan esos méritos en la meritocracia realmente existente. Así, tendríamos que saber que en España el hijo de una familia pobre tarda, de acuerdo con la OCDE, cuatro generaciones en salir de la pobreza, mientras que en Dinamarca son necesarias dos. Tendríamos que preguntarnos por qué el 53% de las fortunas de España están directamente relacionadas con la herencia de sus meritorios receptores, o que la renta de los padres y madres decide hasta el 40% de la renta de los hijos, o que la desigualdad de riqueza se explica, en casi un 70%, por las diferentes herencias que recibimos de nuestras familias. Por el otro lado, la evidencia es abrumadora cuando se trata de relacionar la pobreza de las personas adultas con la situación social de los padres.

Aun así, se podría pensar que efectivamente nacemos desiguales, pero que, con esfuerzo personal, podríamos equilibrar de nuevo la balanza. Así, si alguien se aplica en el colegio puede acceder a una mejor formación y a partir de ahí pensar en una titulación universitaria, un postgrado en el extranjero y un buen trabajo a la vuelta. La realidad no es tan idílica. Los estudiantes de clases bajas tienen una desventaja en rendimiento escolar equivalente a dos veces la brecha entre España y Finlandia según el informe PISA,  y nos encontramos, de nuevo, con que los estudiantes de clases menos acomodadas repiten hasta 5,5 veces más que los que provienen de familias con mayores recursos, o que el abandono escolar temprano es siete veces superior. Sabemos también que un 32% de los hijos con familias con bajos recursos alcanzan una formación superior, mientras que los hijos de familias con más recursos alcanzan un 75% en esa misma categoría, esto es, más del doble. El problema no se encuentra únicamente en el diferente rendimiento académico en función de la clase social, sino que, además sabemos que los malos estudiantes de las clases altas tienen más probabilidades de completar estudios superiores que los malos estudiantes de las clases bajas. En otras palabras: cuando el rendimiento es mediocre, lo que prima es la clase social. Así, por ejemplo, saltaron hace unos años algunos escándalos sobre los procedimientos de acceso a las universidades de la elitista Ivy League norteamericana, que aceptaron donaciones para permitir el acceso a titulaciones sólo al alcance de la élite.  

Si hablamos ya de acceso al trabajo, nos encontramos con que la principal vía de acceso al mismo es, sí, el capital relacional: hasta un 43% de los empleos se consiguen a través de relaciones personales. Ni que decir tiene que el capital relacional depende en gran medida de la clase social. El resultado es que los estudiantes de familias ricas terminan obteniendo los mejores empleos. Si avanzamos solo un poco más, veremos que las personas ricas nos parecen más dignas de confianza, mientras que las personas más pobres nos parecen más estúpidas y con peor calidad moral, tendemos a ser menos tolerantes con ellas y a juzgar más severamente sus decisiones.  

Podríamos seguir exponiendo evidencia que sería absolutamente abrumadora para mostrar las fallas que mantiene el sistema cuando hablamos de meritocracia y de igualdad de oportunidades. Frente a estos datos, que se ofrecen como avalancha en todos y cada uno de los estudios que hayan profundizado un poco en el problema, se ofrece la narración de la chica/chico/mujer que siendo muy pobre se hizo a sí misma y logró alcanzar una posición de clase medio alta porque aprovechó sus oportunidades con mucho esfuerzo y tesón. Esas narraciones recuerdan al tío abuelo que se murió fumando con 96 años y al genio que dejó la universidad para hacerse millonario. Sabemos que la percepción del buen funcionamiento de la meritocracia correlaciona con una baja percepción de la desigualdad social, y sabemos que se utiliza como argumento para justificar actitudes refractarias a la igualdad social, 

¿Cuál es la conclusión de esta insoportable colección de evidencias? Para quien suscribe estas líneas, hablar seriamente sobre la meritocracia escapa a todas luces de la capacidad de reflexión que se puede volcar en una columna como esta, y no es este el objetivo que se persigue.

Sin embargo, y esta sí podría ser la conclusión, creo que ya no se puede hacer ninguna reflexión moral sobre el futuro de nuestra sociedad sin atender seriamente a lo que nos dicen las ciencias sociales. Hacerlo como un ejercicio especulativo, de espaldas a las lecciones que podemos aprender de las ciencias sociales, pudo ser aceptable hasta mediados del siglo XX, pero ya no lo es. Quien lo hace está haciendo un ejercicio de literatura, legítimo, sin duda, pero literatura, al fin y al cabo. Las letras pueden ser libres, pero los hechos no lo son. Y un debate ordenado sobre cómo debemos organizarnos en nuestra vida en común debería basarse en la realidad.