El año 2020 pasará a la historia por muchas cosas, y una de ellas es sin duda el cambio de orientación de la política económica de la Eurozona. El giro ya había hecho acto de presencia en las orientaciones estratégicas de la Comisión Europea, presentadas en 2019, bajo la óptica del Green Deal Europeo, un ambicioso paquete de medidas dirigido a transformar la UE en una sociedad equitativa y próspera, con una economía moderna, eficiente en el uso de los recursos y competitiva, en la que no habrá emisiones netas de gases de efecto invernadero en 2050 y el crecimiento económico estará disociado del uso de los recursos. Su ambición ambiental no es su único pilar, sino que el Pacto Verde se dirige hacia una transformación integral de las economías y las sociedades de la Unión Europea, atendiendo a los aspectos energéticos, económicos, de infraestructuras, sociales y políticos.

Estaba la política económica digiriendo el cambio de orientación cuando la crisis de la pandemia aceleró la toma de decisiones, y, en un tiempo récord, la Comisión Europea lanzó, en Mayo de 2020, su paquete de medidas anticrisis, con tres elementos particularmente relevantes: en primer lugar, la suspensión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que dejaría de esta manera que obligar a los estados miembros a cumplir sus compromisos fiscales; en segundo lugar, la apuesta por un programa de inversiones a corto plazo dirigido a reactivar la economía en la dirección de una transición ecológica y digital socialmente justa, y, lo que es más relevante, acordando -no sin numerosos debates- la mutualización de riesgos a través de la emisión conjunta de deuda pública por parte de los países miembros de la UE, a través del propio presupuesto de la Unión Europea para el período 2021-2027.

Tres elementos que suponen un giro prácticamente de 180 grados en la política económica de la Unión Europea, y que se ha consolidado con las orientaciones de crecimiento para el año 2021, que integran en la gobernanza económica europea -el semestre europeo- sus principios y objetivos. La integración de estas orientaciones en el mecanismo de gobernanza económica supone un importante espaldarazo a la coherencia de políticas de la Unión, que debe profundizarse y consolidarse en los próximo ejercicios.

Desde luego, la excepcionalidad de la situación ha permitido avanzar en un año lo que no se ha conseguido en varios ejercicios, y aunque debemos celebrar lo logrado, queda todavía mucho camino por recorrer.

En primer lugar, el mecanismo de recuperación y resiliencia es un instrumento excepcional, vinculado a la crisis económica de la COVID-19, pero no supone un instrumento permanente de reequilibrio en caso de crisis asimétricas, situación que es, de plano, negada categóricamente por los llamados países frugales. El Banco Central Europeo llamó a reflexionar sobre la conveniencia de construir un instrumento permanente de reequilibrio, lo cual daría como resultado un marco estable de emisión de bonos europeos y un seguro frente a futuros shocks asimétricos. La posibilidad de que este instrumento devenga permanente dependerá en gran medida de los resultados obtenidos en los próximos años por las inversiones financiadas por el plan, que tendrá sobre sí una gran cantidad de vigilancia, tanto por sus defensores como por sus detractores.

En segundo lugar, aunque se ha procedido a la suspensión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, es muy probable que en 2021 retome su vigencia, sin haber reformulado sus reglas fiscales, que son complejas de entender, sometidas a interpretación y poco eficaces para garantizar la estabilidad fiscal. Asoman otras propuesta que podrían situarse encima de la mesa, con normas más flexibles y más apropiadas para la situación económica en la que estamos viviendo este inicio de década.

Y en último lugar, si bien la política monetaria del Banco Central Europeo ha incrementado su grado de proactividad y agresividad, lo cierto es que la inflación sigue sin repuntar y las expectativas de bajos tipos de interés no están estimulando la inversión a medio y largo plazo. El BCE podría asumir más riesgos, tanto en su política de compra de activos, como en el establecimiento de sus objetivos a largo plazo de política monetaria, elevando, por ejemplo, el objetivo de inflación al 3% -actualmente se encuentra en el 2%- o incorporando a sus objetivos de política monetaria a largo plazo el pleno empleo.

En definitiva, los avances logrados en 2020 marcan un nuevo hito en la redefinición de la política económica de la eurozona, pero caer en la complacencia o en el conformismo no es una buena opción. Se debería aprovechar el momento político generado en 2020 para acometer otra serie de reformas que necesitarán audacia y vocación de diálogo entre los diferentes miembros de la eurozona, no todos tan ilusionados por cambiar la manera en la que ha funcionado hasta el momento.