El presidente Carles Puigdemont parece tener bastante claro que una declaración de independencia le convertiría en un gobernante fuera de la ley. Por eso no lo hizo ni lo propuso ante el Parlament ni aceptó el primer requerimiento del gobierno español para aclarar una duda que ofende a la inteligencia. Si hubiera aprovechado la carta para precisar la inexistencia de tal proclamación, hubiera justificado la ira de la CUP, de un sector de ERC y de muchos miles de independentistas que se mantienen en el forzado juego de la distorsión voluntaria de la realidad para no romper la baraja de la ilusión

Y además, Puigdemont le hubiera hecho un favor al presidente Rajoy, muy necesitado de un retorno al redil constitucional cuanto antes mejor de los rebeldes independentistas, cómodamente instalados fuera del Estado de derecho desde primeros de septiembre cuando la cámara catalana aprobó la ley del Referéndum y la de Transitoriedad Jurídica. Rajoy se habría ahorrado con gusto la complejidad y los enigmas del artículo 155 y podría presentarse el próximo jueves ante sus socios comunitarios como un gobernante prudente.

Nadie está para hacer favores. Todo lo contrario, Rajoy y Puigdemont pretendían especular con el factor tiempo, en sentido inverso. El presidente catalán apostando por ganarlo, esperando la deseada mediación internacional (sin noticias de ella) para imponer un diálogo de igual a igual, confiando en una oportuna turbulencia financiera que acabe por arruinar los días felices de la deuda española y le fuerce a aceptar aquella mediación.

El presidente español tenía prisa por demostrar a Bruselas y al mundo que se ha restablecido la normalidad jurídica con el menor coste posible de crédito democrático y que el diálogo va a desarrollarse en el Congreso de los Diputados y en su comisión de estudio constitucional. Rápido, rápido antes de que cunda el pánico en la Unión Europea, bien sea por el temor al contagio político de las reivindicaciones catalanas o por la explosión de una crisis del Euro. Por eso su carta de respuesta elude cualquier otra hipótesis que no sea la sumisión a la ley y, de paso, niega las raíces históricas del conflicto catalán.

Negociación de un referéndum pactado

La estrategia actual de Puigdemont difícilmente podría conducir a la declaración de la independencia, más bien a una negociación de un referéndum pactado que justifique su prudencia desde el 1-O. Este era el objetivo imaginado, dado que es altamente improbable que cualquier intermediario o negociador pueda aceptar que el diálogo vaya a girar sobre las condiciones para una proclamación de la república catalana a partir de una consulta que ni los observadores invitados por el consejero Raúl Romeva se atrevieron a validar.

El gran inconveniente de esta línea de acción era la desconfianza de la CUP y los sectores radicales del independentismo en que dicha negociación vaya a prosperar a corto plazo, salvo por la presión en la calle o hecatombe de los mercados. De alimentar las dudas sobre la viabilidad y la profundidad del diálogo se encargaba hábilmente Rajoy, apelando constantemente a los límites de la legalidad y al único escenario aceptable por su parte, justamente el Congreso, donde sus tesis legalistas disfrutan de una mayoría muy cualificada. Es muy evidente que el PP pretende derrotar democráticamente al independentismo en la cámara baja, aplicándole la misma medicina que JxS y la CUP administraron en el Parlament a la oposición; se supone que, en este caso, respetando todas las formalidades de rigor.

La alternativa a esta vía soft sería la de empujar a los independentistas a proclamar la independencia a la brava, tras la ocupación de la calle y situarse en la posición de ilegalidad manifiesta que justificara cualquier decisión del estado y negara definitivamente la apelación al diálogo. La CUP insistía en ello, pero Puigdemont resistía la tentación.

¿Y los acusados por sedición?

[[{"fid":"69685","view_mode":"ancho_total","fields":{},"type":"media","attributes":{"alt":"El mayor de los Mossos d'Esquadra, Josep Lluis Trapero; el presidente de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), Jordi Sánchez y el de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart.","title":"El mayor de los Mossos d'Esquadra, Josep Lluis Trapero; el presidente de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), Jordi Sánchez y el de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart.","class":"img-responsive media-element file-ancho-total"}}]]

El mayor de los Mossos d'Esquadra, Josep Lluis Trapero; el presidente de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), Jordi Sánchez y el de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart.

Y en eso, llegó la juez de la Audiencia Nacional, decretando prisión preventiva para los presidentes de la ANC y Òmnium, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, respectivamente, por supuesto delito de sedición durante las concentraciones del 20 de septiembre, cuando las detenciones y los registros en el departamento de Economía. La juez Lamela aceptó la petición del ministerio fiscal, contrariamente a la que había hecho en el caso del responsable de los Mossos, Josep Lluís Trapero, al que dejó en libertad con medidas cautelares.

La aceleración judicial era uno de los riesgos de la táctica del paso del tiempo elegida por Puigdemont para esperar el milagro de la mediación. Y ahí están. Las consecuencias de esta decisión son imprevisibles en este momento, aunque muy probablemente dará alas a las reticencias de la CUP ante el plan moderado de Puigdemont y les permitirá trasladar el conflicto a la calle, con o sin declaración de independencia, y tenga el coste que vaya a tener entre los cautelosos gobiernos occidentales y las prudentes instituciones internacionales. La confianza en un nuevo exceso de las fuerzas del orden dependientes del Ministerio del Interior es lo que mueve a los sectores más radicales de los partidos y las entidades, hasta ahora frenados por el acto de fe solicitado por el presidente de la Generalitat y el papel moderador de Jordi Sánchez.

Mientras tanto no se materializa el más que probable giro de los acontecimientos previsibles hasta anoche con el juego de cartas protagonizado por Rajoy y Puigdemont, hay dos interrogantes que permitirían conocer en qué posición y con cuanto capital político afrontará cada uno de los protagonistas la siguiente etapa: ¿Hasta cuándo podrá aguantar Puigdemont sin convocar elecciones o proclamar la república y convertirse en un ilegal para los mandatarios democráticos? ¿De cuánto tiempo dispone realmente Rajoy por parte de sus socios y el BCE para forzar a la Generalitat (para él y el Rey ya en situación ilegal) a regresar a la senda constitucional?

De abrirse paso el diálogo (mucho suponer de no aparecer alguno de los mirlos blancos anunciados ansiosamente por la Generalitat y de no precipitarse las protestas de indignación), las limitaciones del mismo son manifiestas. Puigdemont no puede aceptar menos de un referéndum pactado sobre la independencia, mientras que Rajoy y sus aliados del PSOE y Ciudadanos no pueden ofrecer más de una reforma de la Constitución que, en el mejor de los casos (salvo sorpresa monumental de una modificación de los artículos 1 y 2), conducirá a un referéndum de ámbito estatal para reconocer los derechos históricos de la nación cultural catalana. Poco para unos, después de tanto riesgo y ruido; mucho para los otros, instalados en la nada.