Soy un niño de los noventa. Concretamente nací el 30 de Abril de 1996, apenas unos años después de la Expo del 92 de la que tanto oí hablar en mi infancia, pero nunca conocí. Mis primeros recuerdos acerca del mundo que me rodeaba están marcados por la llegada del euro, la reposición de dibujos animados y películas de los 80, y una amplia idea colectiva de haber superado años muy duros para todos. Es difícil olvidar a mis maestros en la escuela, familiares y casi cualquier adulto de mi entorno hacer referencia a la vida de "antes" frente al momento presente. Antes, se pasaba hambre, y había que trabajar muy duro para poder sobrevivir, de eso estaba seguro por lo que oía hablar a los adultos. Sin embargo, mi niñez se desarrolló en una realidad totalmente diferente. Mi infancia transcurrió bajo el sol del patio de recreo de un colegio público de un pueblo de Sevilla. Nuestros maestros eran personas entrañables que nos enseñaban el mundo, la vida era mágica, y el mayor miedo que tenía era ese día en que nos sellaban la cartilla de vacunación después de recibir un doloroso pinchazo en el brazo.

Entonces no era consciente, pero al igual que yo, todos los niños de España tuvieron en mayor o menor medida una infancia parecida a ese respecto. Todos fuimos a la escuela, disfrutamos de un sistema sanitario gratuito, y después de clase podíamos pasar por el quiosco para comprar un paquete de quicos. La vida, desde luego, tenía muy poco que ver con el mundo en el que nuestros padres habían sido niños. Mi madre hablaba de mi abuela hirviendo la leche en casa antes de poder consumirla, pero yo me la servía directamente de un tetrabrick que venía en un pack de seis. Mi padre, me contaba que de niño hacía fiestas con sus hermanos el único día del mes que comían pollo, mientras que cuando lo acompañaba al supermercado, los estantes rebosaban de bandejas de carne de todo tipo.

Poco a poco, conforme iba creciendo también lo hizo la conciencia del pasado inmediato de nuestro país. La noción de la necesidad que pasaron nuestros abuelos por fin cobró sentido en el contexto de una guerra civil que se saldó con una dictadura que duraría cuarenta años. El hecho de que tras la guerra los vencedores fueran por las noches a llevarse a personas de sus casas en un camión para que sus familiares no pudieran verlas nunca más era una idea demasiado terrible como para contársela a un niño. Los miles de cadáveres enterrados en cunetas, vidas, ilusiones, familias enteras cercenadas por defender sus ideas o por su condición sexual sentaron las bases de mi conciencia política y moral en los años previos a mi adolescencia. Sin embargo, este relato no era compartido por todos a mi alrededor. Para algunos, Franco fue un asesino, responsable del genocidio de decenas de miles de personas mientras que, para otros, fue alguien que construyó muchos embalses. Poco más podían decir a su favor niños de apenas diez años que se limitaban a intentar reproducir lo que escuchaban en su casa.

Tras la adolescencia, y al entrar en contacto con otros ambientes, y otras personas, por fin llegó a mí el relato del bando ganador de la guerra civil, la que había sido la versión oficial del régimen durante cuarenta años: Aquel hombre había salvado a España de la barbarie roja. El movimiento nacionalcatólico fue la última esperanza de la gente de bien frente a comunistas y maricones. Aún, a día de hoy, me pregunto cuál fue el terrible crimen contra la patria por el que Federico García Lorca pagó con su vida. Tal vez, me cueste aceptar que la respuesta sea haberse atrevido a ser, abiertamente, él mismo.

No obstante, antes muy poca gente se atrevía a defender esta perspectiva, porque muy pocos eran lo suficientemente osados como para justificar el asesinato, los crímenes del franquismo y la restricción de las libertades de las que entonces por fin disfrutábamos. Sin embargo, hoy este niño de los noventa ya enfila sus últimos años antes de cumplir 30, y la memoria colectiva de todo aquello se ha diluido entre las generaciones. Vivimos en un mundo que poco tiene que ver con aquel en que nací, y nada con el anterior. En el mundo de las redes sociales, las fakes news y los gurús digitales la realidad parece fundirse con el mundo virtual, y nuestra conciencia de la misma se difumina entre el incesante bombardeo de contenido audiovisual, haciéndola mucho menos nítida que antes. Hoy nos encontramos ante una realidad mundial desoladora. La pandemia, los cambios de paradigma en el ámbito energético y de consumo, la crisis climática y las guerras en nuestro entorno inmediato han traído consigo una evidente frenada del desarrollo económico de las décadas pasadas, haciendo que hayamos pasado de vivir en una escalada aparentemente imparable hacia el progreso, a tener que asumir que se acercan años duros de nuevo.

Como decía al principio, nací en el año 1996, el mismo año que José María Aznar se convirtió en presidente del gobierno, cerrando una etapa de catorce años consecutivos de los gobiernos socialistas de Felipe González. Poco o nada sabe mi generación de aquellos años, aquellos importantísimos años para la historia del pueblo español. Si bien nuestros padres se criaron en la última etapa de la dictadura, enfrentando las necesidades que ya sólo ellos recuerdan, mi generación disfrutó de una realidad totalmente diferente. Pero, ¿qué pasó entre la muerte del dictador y el día que yo nací? ¿Cómo España pasó de ser un lugar donde estaba prohibido expresar libremente nuestras ideas, en el que el analfabetismo era aún un problema real y la desigualdad vertebraba la sociedad, a uno de los países con mayor calidad de vida del mundo? Es necesario hoy, tal vez más que nunca, comprender lo que supuso la victoria electoral del PSOE en el año 1982. El pueblo español, que estrenaba la recién constituida democracia parlamentaria, habló claramente lanzando un mensaje al mundo entero, después de haber vivido la vergüenza que supuso el intento de golpe de estado por parte de un sector del ejército. Cuarenta años de miedo, doctrina y persecución no consiguieron sepultar las ideas de igualdad, dignidad y libertad. La mayoría absoluta que los españoles dieron al socialismo democrático fue un jarro de agua fría sobre los herederos de aquel régimen caduco, así como el principio de la modernización de nuestro país. Se emprendió entonces una senda de profundas reformas, desde un enorme sentido de la responsabilidad histórica y social. En aquellos catorce años, que por supuesto no estuvieron libres de dificultades, España se convirtió en el mundo que me vio abrir los ojos el día que nací. La dignidad llegó a cada familia de nuestro país con la Ley General de Sanidad que llevó a todos y cada uno de los españoles el derecho a la atención sanitaria gratuita y universal, y se materializó con la construcción de innumerables hospitales y centros de salud a lo largo de todo el territorio español. Se levantaron colegios públicos allá donde había niños que no tenían acceso a una educación de calidad y se articuló la red de carreteras y demás infraestructuras que hoy nos hacer ser considerados parte del primer mundo. Y todo ello, libre de cualquier tipo de revanchismo hacia nuestro pasado reciente.

Hoy, asistimos a un panorama político verdaderamente preocupante. La oposición, esa derecha que no cree que la sepultura con honores de estado del dictador Franco en un lugar de culto construido sobre la humillación de sus presos políticos sea una vergüenza nacional, lleva años articulando un peligroso discurso que recuerda a otros tiempos del pasado. La idea es sencilla: El presidente del gobierno y el partido al que pertenece son los mayores enemigos de España. Ellos, que aún hoy se niegan a condenar el régimen franquista y los crímenes que perpetraron, se autoproclaman como garantes de la democracia y la libertad. Ellos mismos, que justifican el golpe de estado de 1936, afirman que una ley aprobada por el Parlamento, recordemos, la sede de la soberanía popular, es en sí una suerte de golpe contra el sistema democrático. Este relato, esta injusta y mentirosa construcción, es un veneno que penetra en una sociedad cada vez más asustada por el mundo que nos rodea, y que necesita desesperadamente poder confiar en la política y lo público. Sembrar el miedo y el odio de nuevo en la vida de los españoles es una traición al consenso constitucional, y la última vez que ocurrió, el terror y el sufrimiento sembraron España de miseria la condenaron al ostracismo en el mundo durante décadas.

Soy un niño de los noventa, y el mundo en el que nací fue fruto de la reparación histórica que el pueblo español alcanzó de la mano del Partido Socialista Obrero Español. Ese mismo partido que, años después durante mi infancia, reconoció el amor entre personas del mismo sexo aprobando una ley que les permitiera casarse, que defendió la dignidad de la personas dependientes, y que protegió a las mujeres del maltrato histórico al que habían sido sometidas. Hoy, España es uno de los países del mundo que más eficazmente ha protegido a las familias más vulnerables ante la crisis sanitaria y económica que nos ha tocado vivir. Afirmar que nuestro gobierno y que el PSOE quieren acabar con España es un infame asalto a la democracia. Nuestros abuelos y nuestros padres, lucharon mucho para dejarnos un mundo mejor, el mundo que nos vio nacer y que hoy disfrutamos. Ellos, ya vinieron a por nosotros, los progresistas, hace ochenta años, y ahora vuelven a hacerlo, con el mismo odio fratricida de entonces. Soy un niño de los noventa, y quiero creer que el mundo que siempre quisimos todavía es posible. No dejemos que quienes causaron tanto dolor en nuestro país vuelvan a incendiar nuestras vidas. No perdamos la ilusión con la que nuestros padres encararon el final de la dictadura. Recordemos nuestro pasado reciente, y caminemos juntos para construir un futuro mejor que dejar a nuestros hijos. Por ellos, por todos los que ya no están, y por los que aún están por venir.