Quedan solo cuatro días para la celebración de las elecciones y la izquierda solo tiene dos opciones para contrarrestar la fuerte movilización que se advierte en las filas de la derecha ante esta nueva oportunidad tras la decepción que sufrieron en abril.

Que las derechas sumen el 10 de noviembre, como ya lo hicieron en Andalucía el 2 de diciembre de 2018, ha dejado de ser la posibilidad remota que era hace solo unos meses: si el PP roza los 100 diputados, Vox se aproxima a los 50 y Ciudadanos mantiene 25 o 30, el próximo inquilino de la Moncloa sería el conservador Pablo Casado y su seguro lugarteniente sería el hiperpatriota Santiago Abascal.

Es improbable, sí, pero no más de lo que lo era en Andalucía hace once meses, cuando ninguna –eso es, ninguna– encuesta pronosticaba tan infausto escenario. La clave de la derrota fue la desmovilización de los votantes de izquierdas, traducida en una participación global por debajo del 59 por ciento.

Ciertamente, Andalucía no es España, donde el reparto de escaños rige por la misma Ley d’Hont, pero donde las circunscripciones poco pobladas son muchas y desequilibran una equivalencia entre votos y diputados que en Andalucía sí se preserva. Aun así, la izquierda solo puede igualar y aun mejorar los resultados de abril movilizando a los suyos, y única manera de hacerlo es garantizando que el Gobierno que no fue posible tras el 28 de abril sí lo será tras el 10 de noviembre.

A su vez, esa garantía solo resultaría creíble si cualquiera de los dos culpables de la repetición electoral hace lo que no hizo meses atrás: el PSOE, recuperar su oferta de una vicepresidencia y tres ministerios a Podemos o, más genéricamente, avenirse a un Gobierno de coalición sin entrar en más detalles; Podemos, aceptar el paquete ministerial que equivocadamente rechazó en julio o, incluso, renunciar al Gobierno de coalición conformándose con un pacto de legislatura.

Cualquiera de los dos partidos que diera ese paso vería mejoradas significativamente sus expectativas electorales, aunque ello entrañara rectificarse a sí mismos. Es muy probable, incluso, que los dirigentes del PSOE y de Podemos tengan en la cabeza hacer en noviembre lo que no hicieron en julio, pero bien pudiera ocurrir que para entonces fuera demasiado tarde porque para ya hubiera tenido lugar la temida suma de las derechas.

El doble obstáculo para que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias hagan algo así no se llama PSOE ni se llama Podemos, se llama Pedro Sánchez y se llama Pablo Iglesias. Pero recuerden los cuarteles generales rojo y morado que las dos cosas que más teme hoy el electorado progresista son, por este orden, la suma de las derechas y el bloqueo de las izquierdas: solo comprometiéndose a no repetir la segunda lograrán conjurar el riesgo de que suceda la primera.

Naturalmente, las posibilidades de esa doble rectificación son remotas, y no solo porque Pedro es mucho Pedro y Pablo es mucho Pablo, sino porque el primero está engolosinado con la idea de arañar un buen puñado de votos procedentes de Ciudadanos que perdería en el caso de comprometer su alianza con Podemos, y el segundo porque tiene sobrados motivos personales, además de políticos, para ponérselo todo lo difícil que pueda al tipo que tuvo la insolencia de humillarlo públicamente con su veto.