En los noventa, durante la guerra, pasé varios años en la antigua Yugoslavia. Allí descubrí que lo peor de la guerra no está siempre en el frente. Las pocas veces que visité alguna trinchera me encontré a soldados que pasaban el día esperando y sólo de vez en cuando pegaban unos tiros, a menudo al azar. En la retaguardia, en cambio, la guerra es menos heroica pero más destructiva. La guerra es que no haya agua corriente ni escuela, es escasez absoluta en las tiendas y, sobre todo, es miedo a lo desconocido. En la retaguardia, en una ciudad asediada, el peligro está por todas partes y a todas horas, aunque no lo veas. Nunca sabes cuándo puede caer una granada en el mercado donde compras, o una bomba sobre tu comedor, o cuando te puede disparar un francotirador al ir a cruzar la calle.

Estos días de epidemia, recuerdo aquello porque también con el coronavirus el peligro acecha, sin que lo veamos venir, y nos rompe la cotidianeidad. No hay tiendas ni escuelas y debemos quedarnos en casa sin saber si el virus nos atacará a nosotros o nuestros seres queridos. Pero ahí acaban los paralelismos.

Ahora, los héroes que defienden nuestro modo de vida y nuestras ciudades son sanitarios que se juegan la vida para frenar el virus y todos quienes les ayudan a conseguirlo. Es una lucha que exige organización. Al Gobierno le corresponde conseguir, canalizar y optimizar recursos materiales y humanos. Y asegurar las condiciones para que realicen su trabajo del mejor modo posible, reduciendo los contagios. Es, sin embargo, una batalla científica, no militar.

Nada justifica la retórica militarista en la que están envolviendo a la crisis: los ministros dan ruedas de prensa rodeados de militares y policías cargados de medallas. El general en jefe del ejército español se dirige al pueblo instándonos a ser disciplinados y dice una y otra vez que somos todos soldados. Mientras la policía reparte bofetadas e insultos a quien se atreve a salir a la calle, el gobierno acaba de ordenar que destacamentos militares patrullen las calles. La legión pasean en tanquetas por las calles de Málaga y soldados de aviación armados andan como cowboys por las barriadas sevillanas.

Las crisis y el miedo favorecen el autoritarismo. Para un presidente del Gobierno desbordado, la tentación de aparecer como el Comandante en Jefe es grande. Pero no estamos en una situación que exija recortar los derechos, sino garantizarlos.

Estamos ante una crisis de salud pública. Ni los ciudadanos somos soldados que deban obedecer ciegamente, ni corresponde a la autoridad militar defender el país de ningún elemento externo. Nada, absolutamente nada, justifica constitucionalmente que se restrinjan en estos momentos más derechos que el de la libertad deambulatoria. Cualquier restricción que vaya más allá es gratuita y, como tal, supone un ataque de primera magnitud contra los valores constitucionales.

La población, abrumadoramente, está respondiendo con civismo y responsabilidad extrema. El confinamiento se está respetando al máximo. Las quejas de algunos vecinos resentidos que se ceban en cualquiera que pase por la calle no sólo son muestras minoritarias de mezquindad humana, sino que demuestran que las vulneraciones a la orden de confinamiento domiciliario son realmente escasas.

En estas condiciones están fuera de lugar los numerosos abusos policiales. Se han impuesto casi doscientas mil multas. Una cifra tan desproporcionada que permite pensar que son, en su inmensa mayoría, innecesarias. El celo que están mostrando todos los cuerpos policiales estos días parece tener que ver más con la sensación de impunidad que proporciona el sentirse dueños de las calles que con un afán de defender la seguridad ciudadana. El exceso policial al amparo del estado de alarma debería provocar un debate social y una reflexión política sobre el valor de los derechos fundamentales y el grado de respeto de los mismos por parte de las fuerzas de seguridad.

Es el momento de afrontar juntos, como sociedad, una crisis humana sin precedentes. Todos debemos colaborar, y lo estamos haciendo de buena gana.  Pero que nadie piense que este tipo de crisis se solucionan con menos democracia y menos respeto. Cuando no hay problemas reales de seguridad, el autoritarismo y la militarización sólo son maneras de esconder ambiciones peores: sirve para silenciar las críticas, asustar a la gente de bien, callar a los trabajadores sin empleo y, en general, esconder las miseria de la sociedad. Es la manera que tiene el poder de excluir a la mayoría social de las decisiones acerca de cómo salir de la crisis.

Ni el hambre que empieza a asolar estos días los barrios deprimidos de nuestras ciudades se saciará con patrullas militares, ni es aceptable que la crisis la paguen los más débiles. Por mucho que nos digan que somos soldados y por mucho que la policía nos calle a bofetadas.

Nada de esto es necesario. Si se ponen en peligro la libertad y los derechos fundamentales, esta batalla no merecerá la pena.