Con un cuarenta por ciento menos de manifestantes, Convergencia hecha trizas, un President a punto de someterse a una moción de confianza y sin presupuestos aprobados ni estabilidad parlamentaria, la cosa independentista no está para tirar cohetes, por más que digan.

"Nos ha venido Dios a ver"

Así se manifestaba un dirigente independentista, que prefiere mantenerse en el anonimato, con respecto a la cifra de participantes en las cinco manifestaciones que han tenido lugar hoy en Cataluña. Las policías locales han estimado el total de asistentes alrededor de las ochocientos mil, y la dirección de la ANC, Asamblea Nacional Catalana, se ha apresurado a aceptar como buena la cantidad por boca de su dirigente Jordi Sánchez. No es de extrañar. En anteriores convocatorias, tan históricas o más que ésta, porque aquí se pasa de una Diada definitiva y épica a la siguiente con un desparpajo total, se había llegado a hablar de dos millones y medio.

Por su parte, Sociedad Civil Catalana, entidad contraria a la independencia, habla solo de un monto total de trescientas mil. Es igual. Sean unas cifras u otras, se nota que la cosa ha bajado. El mismo Sánchez ironizaba sobre las pocas banderas esteladas que se ven colgando de los balcones y lo ajadas que están las que aún ondean. Se ha permitido bromear sobre la necesidad de un plan renove de banderas, porque lo contrario da impresión de desánimo. El fabricante de esteladas debe pasar momentos duro, suponemos. De ahí el échame algo del dirigente secesionista.

Sin embargo, y aunque la tónica general ha sido la falta de incidentes, gracias a Dios, hay cosas que suceden año tras año y, por haberse convertido en parte del teatro de la Diada, ya no llaman la atención. Que en el acto que se celebra la víspera de la Diada por la noche en el Fossar de les Moreres, con ésa procesión de antorchas tan lóbrega y siniestra, salga gente a gritar en favor de Terra Llliure, la organización terrorista catalana, o que se quemen banderas españolas, fotografías del jefe del estado o ejemplares de la Constitución parece normal, lo de siempre, lo acostumbrado. Este año quemaron un Decreto de Nueva Planta, miren, una novedad.

Nadie les dice nunca nada, y ese laissez faire nos ha conducido hasta aquí. El sábado pasado, por la noche, a un señor que paseaba con su familia junto al aquelarre nocturno independentista en dicho lugar, el cementerio donde se supone están enterrados los defensores de la Barcelona austriacista, se le ocurrió gritar “¡Viva España!”. Fue rápidamente injuriado con gritos de hijo de puta y perseguido por un grupo de patrióticos mocetones independentistas, que pretendían dar un escarmiento a aquel osado colono, unionista, españolazo y a saber si incluso masón. El caballero tuvo un gesto que no por simpático es menos valeroso. Girándose y plantando cara, les espetó “¡Os quiero!”. Un día de estos va a pasar algo serio. Y si la pasividad tendrá la culpa, no la tendrán menos los que relativizan y dicen blanco cuando la realidad es negra. Como Ada Colau.

Colau no se esteró en donde estaba

Blanco y en botella, leche, no cabe duda. Ah, pero no para Colau. Vean cómo ha ido la cosa. En medio de la manifestación independentista de Barcelona, escuchando a la gente gritar hasta la ronquera independencia, a los oradores reclamar una república catalana, marcharse de España, no querer saber nada con un estado que oprime a los catalanes, ¿qué dice Colau? Pues la alcaldesa suelta que está manifestándose porque comparte lo que desean en ese acto, a saber, un referéndum en el que poder votar, con participación de todos los partidos y escuchado todas las opiniones. Oiga, alcaldesa, o padece usted un gravísimo problema óptico y acústico, o nos quiere dar gato por liebre. Allí nadie iba a pedir un referéndum, eso lo pide Carles Puigdemont, que ya no sabe cómo montárselo para seguir mareando la perdiz y, a la vez, impedir que el estado aplique a la autonomía catalana el 155.

Los dos hacen teatro, claro. No para el gran público, sino para sus seguidores, sus fans, los que les jalearán igual digan lo que digan porque van entregados de casa a ver la farsa. Un teatro aburrido de cinco años monotemáticos con la misma obra, el mismo argumento y casi los mismos protagonistas solo puede soportarse si la trama es inteligente, que no es el caso. Recordemos, en materia de longevidad escénica, “La ratonera”, de Agatha Christie, con décadas y décadas en cartel sin el menor desgaste. Ya saben, es una pieza de relojería en la que todo es complejo, sutil, definido, con la intriga y el suspense característico de la mejor tradición de la novela enigma.

Pero con lo del proceso, ¡ay!, no hay ni intriga, ni suspense, ni enigma. Solo, eso sí, una ratonera para la política catalana y los sufridos ciudadanos catalanes. Ya verán como el año que viene, si Dios quiere, volveremos a escuchar en boca de los independentistas que viven del cordero que ésa será la última Diada que se celebra bajo España y que, en un año, llegará la república catalana.

¿No se lo creen? Hace cinco años que lo vienen diciendo y, hasta ahora, les ha funcionado. Tiene su público, claro, pero es una obra de teatro aburridísima. Y cara, sobre todo muy cara. La pena es que ése teatro lo pagamos también los que no nos gusta.