La muerte de David Bowie, el pasado 10 de enero, supuso un mazazo no sólo para fans y mitómanos de la música: también para cineastas, cinéfilos, ensayistas y literatos, para famosos que habían escrito sobre él o le habían invitado a participar en sus películas, aunque sólo fuera en papeles brevísimos (pensemos en Lynch, Stiller, Nolan o Scorsese). Acababa de sacar un disco sin apenas promoción y su fallecimiento sorprendió al mundo: de Bowie apenas conocíamos vagos rumores en los últimos años. Antes de nada, el lector que sienta curiosidad por este libro del filósofo Simon Critchley (La demanda infinita, Apuntes sobre el suicidio) debe saber que no se trata de un análisis cocinado con prisas tras la defunción de Bowie, ni tampoco obedece a la escritura de un oportunista, sino que estamos ante un auténtico devoto del cantante y un experto conocedor de su música: fue publicado en 2014, pero tras su muerte Critchley le añadió unas páginas finales y el volumen se reeditó con un broche que eleva aún más el perfil de las páginas precedentes. Tampoco es una biografía, como hemos leído en algunos medios: hay mucho periodista desinformado por ahí. En España lo publica Sexto Piso y lo traduce, como siempre de manera eficaz y brillante, Inga Pellisa.

Simon Critchley nos muestra de dónde proviene nuestra fascinación por Bowie: por sus letras, por sus melodías, por sus apariciones cinematográficas, por su estilo, por su forma de conectar con tanta gente: Bowie hablaba para los excéntricos y los bichos raros. Y el resultado es un ensayo breve, el de alguien que no oculta su pasión por el artista, y que nos va enseñando poco a poco y capa a capa, en capítulos cortos, lo que ocultan esas canciones y esa imagen que se convirtió en un icono durante décadas. En este recorrido, Critchley nos desvela (al menos a este lector le ha ocurrido) facetas en las que quizá no habíamos pensado: Bowie tiene una visión del mundo como de algo en ruinas: el hundimiento total de la civilización. Nos da su particular opinión de por qué nos importaba tanto: Fue alguien que, simplemente, nos hizo sentir vivos. Eso es lo que hace que su muerte sea tan difícil de aceptar. Nos aclara que su voz, tan personal, y su figura, tan ambigua, se erigieron en símbolos de aquellos que se sentían instalados en las afueras de la sociedad: Bowie hablaba con especial elocuencia a los desafectos, a los que no se sentían a gusto en su piel, a los ineptos sociales, a los marginados. Le hablaba a los excéntricos, a los bichos raros, a los excluidos, y nos arrastraba a una intimidad extraordinaria.

El autor no renuncia a anotar algunos extractos de las letras más célebres o más significativas ("Life on Mars?", "Fie Years", "Rock´n´Roll Suicide", "Space Oddity"…), alude a los hilos que conectan sus obras con las fuentes de inspiración (William Burroughs, Berlín, Jacques Brel, etcétera), no oculta el poso de decepciones que dejaron muchos de sus temas de los 80 y asocia algunos de sus propios recuerdos a momentos determinados o a álbumes concretos de la carrera de Bowie. Pero es en los últimos capítulos en los que Simon Critchley nos gana por completo: primero habla de la muerte de su madre a finales de 2015, lo que da paso a admirables reflexiones sobre la pérdida y la desorientación, y de cómo aquel dolor lo dejó mudo literariamente, hasta que el deceso de David Bowie unos días después le empujó a retomar la escritura: La muerte de Bowie desbloqueó la incapacidad de hablar sobre mi madre. Las palabras empezaron a salir a borbotones. Y ahora estoy escribiendo éstas. Como eran sobre él, en cierto modo eran sobre ella. Su madre fue la llave para que él entrara a los doce años en el mundo de Bowie y la pérdida de Bowie le ayudó a escribir sobre ella a los cincuenta y seis. Al final todo encaja.