Hace ya bastantes años, un político español escribió: “si pronto no se cambia radicalmente de rumbo, el riesgo es infinitamente mayor, por lo mismo que es más hondo, y de remedio imposible si se acude tarde; el riesgo es el total quebranto de los vínculos nacionales, de la ordenación por nosotros mismos de nuestros destinos como  pueblo europeo, y tras de la propia condenación, claro es que no se hará esperar quien en su provecho y en nuestro daño la ejecute”. Las palabras son de 1898, aparecieron publicadas en el diario “El Tiempo”, el 26 de agosto, y si bien en principio no figuraba el autor, más adelante se supo que había sido Francisco Silvela, quien dio a conocer uno de los planteamientos clásicos de lo que en la España de comienzos del siglo XX se denominó regeneracionismo, no en vano el título del artículo ya era significativo: “Sin pulso”, porque partía de la base de cual era el estado real de España: “donde quiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso”.

Hace algo más de un siglo, al calor del desastre del 98, aunque algunos ya lo planteaban desde antes, se impuso el término “regenerar” y todo aquel que se preciase de tener alguna colaboración o participación en la política se presentaba como regeneracionista, desde los políticos, fuesen conservadores, liberales o republicanos, hasta el propio rey Alfonso XIII, que comenzaba su reinado en 1902. A comienzos del siglo XXI, y en especial en estos últimos días, en la boca de algunos políticos y articulistas, vemos cómo de nuevo aparece la misma palabra, a veces incluso los mismos conceptos, cambian algunas palabras hoy caídas en desuso, pero resurgen los lamentos por lo que pudimos llegar a ser o por habernos creído que éramos más de lo que en verdad somos.

No dudo de la buena voluntad de cuantos hablan hoy en esos términos, pero es probable que, como en el siglo pasado, todo se quede en una mera condena moral, en una mera reivindicación formal de la justicia o del respeto al derecho, pero que no se traduzca en algo real y positivo. Cualquiera de nosotros puede palpar, en las conversaciones con amigos, conocidos o conciudadanos, que se está generando un clima de desconfianza absoluta, que no se trata ya de que la política aparezca como un foco de corrupción, sino que de nuevo caemos en ese pesimismo tan típico de los españoles de considerar que no somos capaces de hacer nada bien, o al menos que lo hiciésemos de manera legal, y que en consecuencia no tenemos solución.

Sin embargo, si miramos a nuestro alrededor, nuestros vecinos o nuestros compañeros de trabajo, observamos que la mayor parte de ellos cumple con sus obligaciones y que quizás no esté tan justificado ese derrotismo que nos invade. Lo que falta es una mayor presión de la sociedad sobre la política. Ante los escándalos que suceden, echo de menos una declaración tajante de los partidos políticos, necesarios e imprescindibles para el funcionamiento de un sistema democrático. En ella, se debería hacer, al menos una propuesta que contuviera los siguientes puntos: transparencia en su financiación, compromiso de verdadera democracia interna y acuerdos para llevar a cabo una modificación tanto de la ley electoral como de aquellos aspectos que deben ser renovados y actualizados en el texto constitucional.

Si no llegan declaraciones de ese carácter, de nuevo estaremos en una proclama de buenas intenciones, o a lo sumo en condenas llenas de lugares comunes, pero se mantendrá el clima de desconfianza y de inseguridad, quizá a la espera de que vengan mejores tiempos para la economía y entonces lo ciudadanos, ya satisfechos con la adquisición de medios materiales, miremos hacia otro lado. Porque esa es la otra vertiente de la situación: mientras no hubo crisis, estas mismas cuestiones no generaban el mismo grado de escándalo que ahora.

 

* José Luis Casas Sánchez, investigador y Catedrático de Historia