Por su parte, el obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, cae en una falsedad consciente, falaz e hipócrita cuando refiriéndose al aborto afirma que en España ha habido un millón de muertos a causa del aborto. “Más muertos que en la guerra, una guerra silenciosa en contra de la vida, que además es presentada en tono de progreso y que esconde todo un negocio de beneficios de millones de euros”. El obispo, imbuido de su papel de dictador de las conciencias humanas, tacha de criminales a todos los que ateniéndose a una legislación emanada de un parlamento civil, laico y soberano otorga a las mujeres el derecho a defender su cuerpo como pertenencia de su ser en el mundo. Todos los que defiendan ese derecho son criminales de guerra que deberían ser juzgados como tales y condenados a las penas del infierno eterno pasando antes por los horrores de no se sabe qué torturas.
La sexualidad no es en ningún momento contemplada por la Iglesia como fuente de placer, de éxtasis, de comunión entre dos seres. Sólo el dolor y el sufrimiento son fuentes de santidad, de bondad, de grandeza humana. En consecuencia, el sexo sólo es concebido como intencionalidad de procreación, de reproducción, de continuidad de la especie. Apretar el cilicio es más dignificante que el crujido de unos labios extasiados en el beso. La degradación de nuestros mitrados llega a extremos risibles, si no fueran tan absurdos.
Los humanos no entendemos hoy la dignidad de nuestra existencia sin conformarla desde la libertad como derecho irrenunciable. Nadie nos puede arrebatar ese derecho. Hemos sufrido dictaduras terribles que nos ahorcaron el pensamiento, la iniciativa. No estamos dispuestos a que ninguna otra dictadura nos arrebate lo que tanto nos ha costado conseguir.
Cuando las mitras se empeñan en destruir los derechos humanos más elementales no se tienen que extrañar de la lejanía que el hombre marca entre su doctrina y su quehacer. Los obispos deben ser conscientes de que cuando se despojan de sus mitras, los demás constatamos que están huecas.