Jaume Pujol, arzobispo de Tarragona, escribe lo siguiente: Cada uno tiene un papel en la historia. Así como el arzobispo no puede parir hijos, la mujer no puede ser sacerdote. La imposibilidad de acceder al sacerdocio no es derivada de la posibilidad de parir a un hijo, como la imposibilidad de dar a luz no capacita para el mismo. Es patética disyuntiva de papeles.  El derrumbe de la capacidad intelectual del arzobispo resulta hiriente para la totalidad del episcopado. Al apoyar a Jaume Pujol en sus apreciaciones, es la jerarquía entera la que se somete al absurdo de un razonamiento que deja en evidencia la fragilidad de sus argumentos. El papel exclusivo de la mujer es cuidar a sus hijos y sobre todo “a su marido, que es el hijo más pequeño de la casa. Ya sabéis por qué lo digo”. Suena sección femenina, con su cuello blanco y su canesú.

Por su parte, el obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, cae en una falsedad consciente, falaz e hipócrita cuando refiriéndose al aborto afirma que en España ha habido un millón de muertos a causa del aborto. “Más muertos que en la guerra, una guerra silenciosa en contra de la vida, que además es presentada en tono de progreso y que esconde todo un negocio de beneficios de millones de euros”. El obispo, imbuido de su papel de dictador de las conciencias humanas, tacha de criminales a todos los que ateniéndose a una legislación emanada de un parlamento civil,  laico y soberano otorga a las mujeres el derecho a defender su cuerpo como pertenencia de su ser en el mundo. Todos los que defiendan ese derecho son criminales de guerra que deberían ser juzgados como tales y condenados a las penas del infierno eterno pasando antes por los horrores de no se sabe qué torturas.

La sexualidad no es en ningún momento contemplada por la Iglesia como fuente de placer, de éxtasis, de comunión entre dos seres. Sólo el dolor y el sufrimiento son fuentes de santidad, de bondad, de grandeza humana. En consecuencia, el sexo sólo es concebido como intencionalidad de procreación, de reproducción, de continuidad de la especie. Apretar el cilicio es más dignificante que el crujido de unos labios extasiados en el beso. La degradación de nuestros mitrados llega a extremos risibles, si no fueran tan absurdos.

Los humanos no entendemos hoy la dignidad de nuestra existencia sin conformarla desde la libertad como derecho irrenunciable. Nadie nos puede arrebatar ese derecho. Hemos sufrido dictaduras terribles que nos ahorcaron el pensamiento, la iniciativa. No estamos dispuestos a que ninguna otra dictadura  nos arrebate lo que tanto nos ha costado conseguir.

Cuando las mitras se empeñan en destruir los derechos humanos más elementales no se tienen que extrañar de la lejanía que el hombre marca entre su doctrina y su quehacer. Los obispos deben ser conscientes de que cuando se despojan de sus mitras, los demás constatamos que están huecas.