El ex presidente de la Generalitat, Artur Mas, aprovechó su intervención universitaria en Madrid para denunciar una hipotética amenaza de utilización de los tanques de papel previstos en el artículo 155 de la Constitución contra el independentismo catalán y para expresar su esperanza de la llegada de una propuesta del Estado español que impida la temida crisis institucional. Lo que consiguió fue liar al PP e inducirle al error de desvelar los contactos con el presidente Carles Puigdemont antes de tiempo.

Las declaraciones del Delegado del Gobierno en Catalunya, Enric Millo, aludiendo a los múltiples encuentros celebrados hasta ahora, primero fueron desmentidas, alentando las bromas de quienes vienen negando la viabilidad del diálogo, y posteriormente han sido admitidas, provocando la incredulidad de quienes ignoraban las conversaciones.

Los conocedores de primera mano de estas reuniones secretas aseguran que sería una exageración utilizar el término de negociación, ni siquiera el de diálogo institucional, para referirse a las mismas. Simplemente se hablaba para explorar la posibilidad de saber si hay algo sobre lo que dialogar, si las dos partes serían capaces de fijar el método para abordar el conflicto de una forma pragmática. Y no está claro que esto vaya a suceder. Unos tienen en mente el mantra del referéndum o referéndum y los otros la obsesión de que la próxima reunión entre Rajoy y Puigdemont no acabe con un nuevo portazo del presidente de la Generalitat como el protagonizado por Artur Mas con ocasión del fallido pacto fiscal. En eso estaban, en intentar fijar un orden del día viable para salvar el encuentro de la Moncloa, a partir de conceder algunas satisfacciones al memorial de agravios de 46 puntos presentado hace unos meses por Puigdemont.

Este documento recoge todas las quejas acumuladas por la Generalitat en los últimos años sobre invasión de competencias, inversiones en infraestructuras pendientes, discrepancias sobre el objetivo de déficit, además de la celebración del referéndum sobre la independencia del que el gobierno de Rajoy no quiere ni oír hablar pero que resulta ser la única prioridad del gobierno de Puigdemont.

Para los independentistas, el memorial de agravios no formaría parte de una negociación política en sentido estricto sobre el conflicto entre España y Catalunya; desde su perspectiva, es tan solo una cuestión de lealtad institucional y buen funcionamiento del Estado de las Autonomías en el que han dejado de creer hace seis años. Para ellos, el diálogo debe abordar el cómo celebrar un referéndum soberanista pactado, una pretensión fuera del alcance del gobierno central, según la doctrina del Tribunal Constitucional vigente, inflexible en su protección de la literalidad de los artículos 1 y 2 de la carta magna.

Así las cosas, la auténtica negociación sobre una tercera vía entre la secesión y el inmovilismo que pasaría casi inevitablemente por una reforma constitucional, se antoja una entelequia. Artur Mas, con su aparición estelar de la semana pasada en Madrid, acrecentó un poco más el malentendido entre el modesto diálogo que se estaba practicando y la improbable negociación y entre la tercera vía y el miedo a la crisis institucional prevista para este otoño. Es el miedo de unos y otros el que les empujó a hablar, el temor a las consecuencias imprevisibles de un desafío inédito tanto por parte de los que defienden la unilateralidad como de quienes reclaman la intervención según las previsiones constitucionales. Ninguno de los afectados parece estar en condiciones de atacar el fondo del conflicto de forma pactada porque ni tan solo coinciden en el enunciado del problema y, además, están condicionados por la judicialización en curso de las diferencias.

El regreso de Mas

El ex presidente volvió a exhibir su determinación de actuar por libre, según su nuevo guion personal, estrenado en la vista oral del 9-N, reelaborado tras conocer la decisión de Puigdemont de no presentarse a la reelección. Su prioridad ya no es ingresar prematuramente en el panteón de los héroes jubilados de la patria sino estar en condiciones de liderar electoralmente de nuevo a su partido si así se lo piden y unas circunstancias excepcionales lo reclaman. Sueña con la absolución y no con la inhabilitación. Aunque todo depende del punto en el que deje las cosas Puigdemont.

La dificultad para entablar un diálogo real no radica únicamente en la confusión sobre lo que se puede o no se puede negociar, sino también con quien hay que hablar. Sería muy atrevido suponer por parte de nadie que el presidente de la Generalitat tiene la última palabra sobre la estrategia a seguir, aunque sea el único que tiene la capacidad de firmar el decreto de convocatoria del referéndum prometido. 

El movimiento independentista no tiene un comité central que lo gobierne y Junts pel Sí es una coalición amortizada y agotada por las tensiones de interpretación de la hoja de ruta. La fórmula, impuesta a ERC por Artur Mas con la colaboración de la Assemblea Nacional, no se va a repetir en las próximas elecciones, salvo acoso monumental a los republicanos de última hora para intentar evitar el desastre electoral que los sondeos auguran a la nueva Convergencia.

Las entidades populares, ANC y Òmnium, viven sus propias diferencias internas respecto de los peligros y bondades de la desobediencia impuesta por la CUP como peaje a la subsistencia del gobierno. El entorno intelectual, el mediático y el social, militan en la causa a su aire, desconfiados del juego imprevisible de la política, desconectados de la realidad española y mentalizados de que están ante una oportunidad generacional que no pueden dejar escapar.