El periodismo se basa  -al menos para mí-  en el convencimiento de que tenemos el derecho a saber lo que sucede y nos afecta, incluyendo todo aquello que otros seres humanos poderosos o criminales deciden que no debe saberse. Los periodistas tenemos la obligación de averiguar e informar acerca de la Verdad y el que detente esa información no tiene excusa para retenerla. Simplemente es que o es suya. Tampoco lo es de los profesionales de la información. Es propiedad de la ciudadanía y más aún si se refiere a la violación de derechos esenciales de la persona. Conocer lo que nos sucede,  lo que hacen los que ostentan el Poder, ya sea político, económico o de cualquier clase, es imprescindible para valorar y decidir sobre nuestro destino.

Esa Verdad de la que habla Naciones Unidas en su resolución de 21 de diciembre de 2010, entendida como el total conocimiento de lo sucedido, es indispensable para la Democracia, la convivencia y el avance de una Humanidad que parece irremediablemente condenada a repetir los errores y horrores del pasado.

A nadie, a poco que observe, se le puede escapar que vivimos un mundo dónde son legión los que se consideran superiores, los que se sienten por encima del bien y del mal; los que deciden por nosotros sin contar con nosotros;  los escogidos y egoístas que se creen llamados a ordenarlo todo despreciando a los demás; los que sólo valoran su propia vida y repudian al ser humano al que consideran un número, una estadística y un estorbo explotable y prescindible. Son los dictadores, los genocidas, los indeseables y sus cómplices guardianes de secretos.

Un asunto que se agudiza cuando otros poderosos que no han participado directamente en las tropelías se creen en la obligación de “protegernos”  manteniendo el secreto de lo que otros hicieron. Son los que argumentan que lo hacen por el bien de común. Mienten y lo saben. ¿Qué razón hay para esconder matanzas, genocidios, torturas y o violaciones sistemáticas de la dignidad humana?  Ninguna.

Creo que los que las cometieron y se ocultan padecen esa cobardía del poderoso cuando se siente débil y respira el miedo que albergaron los nazis, altivos y seguros un tiempo; culpables siempre.  Y, para los que pasados los años siguen ocultando lo que hicieron otros, quizás la respuesta a su actitud resida en una enfermiza complicidad residual que se transmite durante generaciones.

No hay que salir de España para toparnos con la ocultación sistemática de alguna verdad incómoda que genere profunda tristeza entre miles de ciudadanos y al mismo tiempo pavor entre los que se refugian en el secreto y el olvido autoimpuesto.  Es así. Vivimos en un país en el que carreteras asfaltadas discurren sobre fosas donde yacen mujeres y hombres asesinados durante la Guerra incivil.

Un reino, en el que decenas de miles de seres humanos abonan nuestros campos de tal suerte que, como dijo un campesino leonés ante una fosa clandestina, ‘en España hay más muertos fuera que dentro de los cementerios’. Somos un país al que no le gusta ni la verdad ni la memoria y en el que sobran cobardes que usan excusas para no asumir nuestra historia…

Y mientras escribo estas líneas me asalta la tristeza al pensar en la profunda inmoralidad que perdura en este mundo cuando desde la ONU tenemos que dedicar un día a recordar algo tan obvio como que la violación de los Derechos Humanos es intolerable y que la Dignidad humana se debe respetar por encima de todo.

Eduardo Martín de Pozuelo es periodista

Este artículo se publica simultáneamente en la web de la Fundación Internacional Baltasar Garzón.

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