Con motivo de la inminente presentación de una antología de relatos cortos sobre la corrupción en la que participo como coautor y, por deferencia de mi editor, también como prologuista, pienso en ella –la corrupción– como una mezcolanza de dislates en la que pervertir, depravar, sobornar y dañar, conforman un modus operandi muy proclive a manifestarse en los ámbitos políticos, empresariales y financieros, aunque también se exprese en otros tan dispares como son el religioso, lingüístico, académico, los medios de comunicación e incluso algunos tan insólitos como el informático (¿quién no ha oído hablar de los archivos corruptos que tanto mal hacen al software de un ordenador?), siempre con un denominador común: los individuos corruptos tienden abiertamente a abusar de su poder para obtener beneficios personales en perjuicio del interés colectivo.

¿Que es la corrupción?
Definir la corrupción puede ser relativamente sencillo, si se la contempla como una transgresión intencionada de las normas con la finalidad de obtener beneficios privados. Esto sucede a través de sobornos a cargos públicos (por ejemplo, conseguir contratos o poder edificar donde antes era imposible), fraude fiscal, evasión ilegal de divisas, impago de impuestos, contabilidades en “b” a expensas de dinero opaco al fisco y un sin fin de tejemanejes que desconocen los límites que impone la ética mas elemental.

Acostumbrarse a la corrupción
Conforme la corrupción va extendiendo sus tentáculos en los organismos públicos, la tendencia sociológica de la población es la de aceptarla como algo ‘normalizado’ e inherente a la idiosincrasia de ciertos grupos de poder. La consecuencia a nivel individual se plasma en una desensibilización de la ciudadanía a ser solidaria y contributivas conforme se siente engañada por los políticos y el estado al percibir la aparente impunidad que se le confiere a quienes delinquen a gran escala.

La consecuencia es una falta de conciencia y una desmotivación social para pagar impuestos, al interiorizarse en cada contribuyente la percepción de que defraudar puede ser lícito y aceptable.

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