La caverna, ahora, dispara contra los sindicatos de clase porque son el último enemigo a batir y temen que conserven la fuerza suficiente para frenar, como ya lo hicieran en el pasado, iniciativas de gobierno que golpean exageradamente a los trabajadores, no ya con medidas coyunturales justificadas por una crisis, sino por el diseño de un marco de relaciones laborales que contradice la esencia misma de la definición constitucional de nuestro Estado de derecho. La Huelga General es, efectivamente, un último y grave recurso. No es una decisión frívola, ni una rabieta. Los sindicatos se juegan abiertamente su prestigio y su capacidad de movilización. Por eso han insistido en dejar abierto, hasta el límite del calendario, el cauce de una negociación imposible porque, no nos engañemos, el propio Mariano Rajoy tuvo muy claro su propósito de exhibir como un triunfo ante sus socios europeos el hecho de que habría de soportar una huelga general. Dicen muchos que la provocó conscientemente. La caverna aplaude, no porque les entusiasme Rajoy sino porque sueñan con Margaret Thatcher. No quieren ganar la batalla del 29 de marzo -ya anda por ahí un cavernícola académico alertando de lo que tiene que hacer el ministro del Interior frente a las hordas, en un comentario que merecería la actuación del fiscal, incluso si es el señor Torres Dulce- sino la guerra contra los sindicatos.

La campaña de desprestigio contra los dirigentes sindicales no se ha improvisado, y su único problema de resonancia es que tiene que competir en los espacios y en los tiempos con la paralela ofensiva contra el bastión socialista de Andalucía. No dan abasto, a pesar de que les sobran medios y voluntarios. Insatisfechos en su glotonería no se sienten cómodos con la mayoría absoluta en los centros de poder: quieren la absoluta mayoría. Y reclaman ocupar todos los huecos exhibiendo el derecho de conquista y la parte en el botín. Lo hacen ya descaradamente señalando con el dedo a cualquiera que ocupe un puesto de mediana responsabilidad profesional en cualquier institución sin tener el carné de cavernícola. La táctica comienza por amedrentar a los neutrales, inventando si es preciso su imagen de peligrosos izquierdistas camuflados.

Los afectados pueden optar por plegarse ante la campaña y pedir perdón o dimitir dejando el campo libre. El resultado, amigos, será el mismo: el puesto lo ocupará un miembro reconocible de la caverna. Como todavía somos una democracia, y lo vamos a seguir siendo, la obligación es resistir en la defensa de las convicciones y las normas. Aún somos muchos más los que preferimos el aire libre a la caverna. Por eso el 29 de marzo hay que oxigenar la democracia con la protesta popular. Es lógico que los mandarines de la caverna mediática combatan ahora la convocatoria e intenten minimizar después los resultados. Tienen experiencia en ello. Pero sería decepcionante que cuenten con la sumisión de los profesionales anónimos, simples trabajadores directamente agredidos por una reforma laboral que va a permitir a sus patronos ponerlos en la calle. Con los textos del PP en la mano, ninguna empresa de comunicación, por ejemplo, tendría obstáculos para deshacer su plantilla, sin costes. Es el momento de plantarse.

Eduardo Sotillos es periodista y secretario de Comunicación y Estrategia del PSM
Artículo publicado originalmente en la web de Fundación Sistema