Es jueves y te has pasado todo el principio de semana preparando la reunión que tendrá lugar esta mañana. Has repasado el dossier, revisado las imágenes y recolocado los párrafos. Todo está al milímetro para dar la mejor impresión de esa reunión en la que esperas que te apoyen en tu proyecto artístico.

Cuando termina la reunión notas un sabor extraño en la boca, una especie de gustillo agrio que no identificas. Ah, ya está. No es por lo que has dicho, diseñado, pensado, trabajado. Es por el comentario. El comentario no solicitado, la broma sobre “pasar un ratito contigo” (guiño guiño) mientras tu hablabas del proyecto. Bueno, es eso y todo lo demás. Es el email de hace quince días que terminaba con una apostilla sobre lo guapa que estabas, sobre el pañuelo colorido que llevabas, sobre tu aspecto físico.

Es, también, cómo no, el silencio cómplice que lo ha acompañado. El silencio de quienes estaban ahí contigo esta mañana y han hecho que miraban el teléfono, que no escucharon lo mismo que tú, que rieron incómodos… pero mejor reír que responder. Esos que, como los compañeros de Jane en la película “The Assistant", no entienden que alguien pueda, algún día, romper el pacto cómplice entre machos, la fratría masculina que protege y ampara a los agresores, a los maltratadores… a los machistas.

Nosotras somos las que guardamos silencio, siempre. Por nuestra seguridad, por miedo, por temor a perder el trabajo, a que nos llamen locas, a que seamos consideradas malas madres (aunque ellos se paseen por platós de televisión para asegurarse que seamos eso, las malas). El silencio de Casandra, el mito eterno de la mujer condenada a decir la verdad y no ser creída o, transformado después, y de forma más moderna y velada, en Ariel en la película de “La Sirenita”: es siempre mejor quedarse sin voz que perder al hombre. Mujer, calla, con tal de permanecer.

Y digo yo, ¿permanecer dónde? ¿Qué nos ha garantizado a las mujeres este silencio, este temor a decir lo que ocurre, a denunciar la violencia? No le sirvió a Rocío Carrasco para ser condenada por la opinión pública y no nos ha servido nunca a ninguna para ser creídas ante la agresión.

Probemos, entonces, a denunciar, a responder, a no dejar pasar ni una. Fomentemos una sororidad real que permita espacios seguros de confianza y apoyo para las mujeres ante las agresiones. Hagamos de verdad eso de que “si nos tocan a una, nos tocan a todas”. Hagamos que en espacios de la cultura el comentario jocoso machista deje de ser un chascarrillo, que sea una vergüenza.

Ellos callaron esta mañana, pero ya sabemos que perro no come perro. Hagamos que loba sí defienda a loba.