A veces digo, cuando la ocasión es oportuna, que si alguien me preguntara qué es lo más importante que he aprendido en mi vida seguramente diría que es algo que no forma parte de ningún plan educativo ni de ninguna materia universitaria… y he pasado por muchas aulas y he leído muchos libros. Lo más importante que he aprendido en mi vida es algo que se aprende por inducción, o por deducción, cuando se busca información con la mente abierta y el corazón latiendo, y poco a poco se va percibiendo el mundo con mirada limpia de adoctrinamientos: Todos somos uno. Todos somos lo mismo. La vida es una maquinaria complejísima y muy sofisticada en la que la unidad se manifiesta en una rica diversidad. Todos formamos parte de lo mismo y, a la vez, todo y todos somos diferentes; y todos contribuimos a ese equilibrio exquisito que es la vida; equilibrio que los hombres no hemos dejado de cercenar y de despreciar, como resulta más que evidente. “Creo que una hoja de hierba no es menos que el día de trabajo de las estrellas…” decía Walt Whitman.

Ortega y Gasset decía que “todos somos lo mismo, pero no todos somos los mismos”, aludiendo a esa diversidad que da forma y sentido a la unidad que es el todo, que es el mundo, que es la vida… Y no es que tenga ganas de filosofar, lo cual no estaría nada mal en este país en el que pensar está tan mal visto, pero no es el caso. Sin embargo, creo que es importante entender esta idea de la que nadie nos habla, porque de ella derivan nociones básicas para entender en profundidad la vida. Y a algunos eso no les interesa, porque la idea de “separación”, del odio al que nos hacen considerar “diferente”, y de la indefensión del hombre ante el mundo les reporta suculentos dividendos.

 Decía Píndaro en el siglo IV a.C. “Llega a ser quien de verdad eres”. El mismo Oráculo de Delfos, templo de la sabiduría en la antigua Grecia, tenía inscrito un aforismo en el pronaos del Templo de Apolo (Nosce te ipsum, conócete a ti mismo y conocerás el universo) que, en esencia, se refiere a lo mismo. En el año 390 el emperador cristiano Teodosio I arrasó y destruyó el templo, junto a toda la sabiduría que albergaba, en nombre del cristianismo. El “conócete a ti mismo” se sustituyó por el oscurantismo y el sometimiento del hombre a una deidad opresora; el conocimiento se sustituyó por la ignorancia, por el miedo y por la culpa. La diversidad se negó en aras del pensamiento único y el dogma tirano y represor.  

La idea de “separación”, del odio al que nos hacen considerar “diferente”, y de la indefensión del hombre ante el mundo les reporta suculentos dividendos

Las democracias antiguas desaparecieron, y se eclipsó la luz inmensa de la sabiduría grecorromana. Algunos historiadores sostienen que aquel período de la historia fue el culmen de la civilización humana, tras la cual, a partir del ascenso del cristianismo, ha habido un larguísimo retroceso sólo detenido con la Revolución francesa y el maravilloso pensamiento ilustrado del XVII; gracias a lo cual se recuperó en Occidente el humanismo denostado y arrasado por el dogma cristiano durante tantos siglos, humanismo que hizo posible las actuales democracias.

Y una de las terribles consecuencias del dogma cristiano a lo largo de veinte largos siglos ha sido, y sigue siendo, la persecución implacable de la homosexualidad, en esa negación de la diversidad que es, en realidad, la esencia misma de la vida. Enumerar los martirios que han soportado los homosexuales a lo largo de la historia por parte del cristianismo y del catolicismo sería como recrearse ante una cámara de los horrores. En esencia, basta con tener en cuenta que hasta hace muy pocas décadas la mayoría de ellos pasaban sus vidas escondiendo su condición sexual, a pesar de lo cual muchos soportaban burlas, desprecios, marginación y escarnios. Y eso en el mejor de los casos.

A día de hoy la Iglesia considera la homosexualidad una enfermedad, y propone “sistemas curativos” que, por descontado, pasan por someter y anular la voluntad y la libertad de los que consideran “enfermos”; es decir, lo contrario a conocerse y a ser uno mismo. Al menos, aunque suene a guasa, no son quemados en hogueras, algo hemos avanzado desde el siglo XVIII. Y, a día de hoy, los jerarcas católicos siguen vertiendo ideas polémicas de repudio y de odio a los homosexuales. A modo de ejemplo, recordemos las palabras del obispo de Alcalá de Henares vertiendo perlas dialécticas como “El matrimonio gay es un plan macabro para exterminar la humanidad”. O recordemos al arzobispo de Bruselas quien en 2010 dijo que “el SIDA es un acto de justicia”.

Enumerar los martirios que han soportado los homosexuales a lo largo de la historia por parte del cristianismo y del catolicismo sería como recrearse

Defiendo los derechos de los homosexuales con tanto ahínco como defiendo los derechos humanos. Es lo mismo. O quizás con más convicción porque sé muy bien el infierno que han vivido y aún siguen viviendo muchos homosexuales siempre en base a la homofobia que han vertido y perpetuado por siglos los que nos venden su “moral”. El porcentaje  de suicidios entre la población homosexual es, todavía a día de hoy, mucho más alta que la de la población heterosexual. Se merecen nuestro apoyo, nuestro afecto, nuestra solidaridad, nuestro cariño, que nunca llegará a compensar tantos siglos de persecución, de marginación, de terrible culpa y de muerte. Ahora es tiempo de sentirse orgullosos de los homosexuales. Y es tiempo de repudiar hasta el infinito a los intolerantes que, por ejemplo, mataron a García Lorca al  grito de “maricón”. Son los mismos intolerantes de hoy. Porque, en esencia, todos somos lo mismo y, a la vez, todos somos “diferentes”. Bendita diversidad, y benditas diferencias. El pensamiento único y los modelos únicos sólo son propios de los fascistas, de los tiranos o los ignorantes.