Revisando la historia de España uno puede pensar que nuestros actuales corruptos han delinquido tanto por tener ejemplos en la historia en los que poderse inspirar.

Los recientes escándalos de Ignacio González y sus maniobras en el Canal de Isabel II nos hacen reflexionar sobre un político anterior. El ministro de obras públicas que construyó esta obra hidráulica en el siglo XIX, el cual terminó salpicado más por la corrupción que por el agua.

 

Cuando se inauguró el Canal de Isabel II, la corrupción ya era un problema serio en Madrid.

Pensemos en un político experto en hacer reformas a la constitución, en un defensor del cargo vitalicio de los senadores, en un partidario de la privatización educativa para que fuese “conforme a la doctrina de la misma religión católica” y que terminase su carrera implicado en corrupción política a causa de las infraestructuras públicas… ¿quién es? ¿un visionario? ¿un adelantado a su tiempo? No, es Juan Bravo Murillo.

 

Juan Bravo Murillo, uno de los tantos humanos que ha pasado a la posteridad como calle, plaza o avenida.

Y es que en el siglo XIX, cuando Bravo Murillo era un ser humano y no una calle, la corrupción ya era de sobra conocida en España, además el hartazgo que suponía para los esquilmados españoles esta lacra la convirtió en objeto de debate en diversas sesiones parlamentarias. Así, en 1847 el diputado López Grado hastiado por la corruptela reinante en el bando moderado dijo:

"Véase, señores, hasta qué punto ha odiado y odia el pueblo español a los que tratan de medrar á su costa. 
(…)Yo creo, señores, que debe ponerse un límite a estos escándalos. Siempre, señores, se ha postergado (…) ¿y no es esto un mal del que debemos ocuparnos?

Pero se ve que no se ocuparon… pues Bravo Murillo que era quien se sentaba al otro lado de la tribuna no tomó en serio ninguna medida anticorrupción embarcando al país en la construcción de infraestructuras  (necesarias, eso sí) pero sumamente golosas para los corruptos.

 

Carreteras, ferrocarriles o presas como esta del Pontón de la Oliva, eran un apetecibles proyectos para políticos corruptos dispuestos siempre a sacar tajada.

Como ministro de obras públicas, emprendió grandes obras como el Canal de Isabel II pero con grandes fallos como la inútil presa del Pontón de la Oliva que de haberse realizado un buen estudio geológico no se hubiese hecho aguas por todas partes.

Otro ejemplo fue la red ferroviaria cuya lentísima construcción Bravo Murillo podría haber remediado, si no hubiese consentido que fuese una fuente inagotable de tejemanejes y negocios de los que sacaron tajada entre otros, el marqués de Salamanca, la reina madre María Cristina de Borbón y Agustín Fernando Muñoz, el marido que se echó la reina a la muerte de Fernando VII. O lo que es lo mismo un sargento de Tarancón que pasó de hacer guardias en el Palacio Real a hacer trata de esclavos y negociar con los banqueros Rothschild. Para que luego digan que la gente humilde no se sabe adaptar…

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Agustín Fernández Muñoz. Duque de Riansares, marqués de San Agustín, Grande de España y a punto estuvo de ser rey de Ecuador, por el único mérito de haber enamorado (y haber hecho ocho hijos) a la reina madre.

 

Al final la corrupción y su carácter autoritario le forzaron a dimitir, una dimisión sorprendente, pues pese a haber renunciado a la política admitió el cargo de senador en 1863, y revisando su carrera política no es difícil advertir cómo llevaba dimitiendo desde hacía veintiocho años atrás.