Ciudadanos nació como partido político con una ideología socialdemócrata y con un objetivo principal: combatir y derrotar al nacionalismo catalán. Su base fue una plataforma cívica, Ciutadans de Catalunya, auspiciada por un reducido e influyente grupo de intelectuales y académicos, en su mayoría procedentes de las izquierdas. Pero ninguno de ellos quiso asumir el liderazgo público de la nueva formación. Para ello fue elegido, de hecho, por simple azar alfabético, quien desde entonces ha dirigido C’s y le ha imprimido su propio carácter personal: Albert Rivera. Transcurridos ya más de una docena de años desde que, en las elecciones autonómicas catalanas de 2006, el partido naranja se estrenó con representación parlamentaria -tres escaños y casi 90.000 votos-, la historia del partido ha sido una sucesión continuada de significativos éxitos electorales. Éxitos innegables, aunque no tan rotundos como Rivera ambicionaba.

Las sucesivas urgencias históricas de Albert Rivera y de su pequeño y compacto grupo de seguidores incondicionales, unidas a un creciente ensimismamiento del líder y gran parte de estos adictos, así como la condición de “adolescente caprichoso” de Rivera, como uno de los “padres fundadores” del partido, Francesc de Carreras, le ha definido, explican la grave crisis que sufre ahora Ciudadanos. Una crisis provocada tanto por el cada vez más evidente giro a la derecha del partido, que ha pasado de la socialdemocracia al liberalismo para acabar aceptando y asumiendo toda clase de pactos municipales y autonómicos con la derecha extrema de Vox, mientras se cierra en banda a acordar nada con el PSOE, contra el que ha creado un “cordón sanitario”.

La apuesta de Albert Rivera por Manuel Valls en las elecciones municipales de Barcelona fue arriesgada, valiente e inteligente. Pero no supo gestionarla y se negó a aceptar la apuesta que Valls hizo para impedir con sus votos que el ayuntamiento de la capital de Cataluña tuviera un alcalde independentista como Ernest Maragall. Se hace difícil de entender cómo un partido fundado para combatir y derrotar al nacionalismo catalán se empeñó en negar sus votos a la alcaldesa Ada Colau, que contaba ya con el apoyo de los socialistas. A no ser, claro está, que Albert Rivera haya pasado a asumir aquel extraño lema de la ultraizquierda más trasnochada, aquello del “cuanto peor, mejor”… Manuel Valls, político experto y republicano de convicciones profundas, prefirió facilitar la elección de alguien a quien definió como “mal menor”; no se trataba de llevar a la práctica ningún maquiavelismo florentino sino de un ejercicio puro del mejor cartesianismo francés, de la ya contrastada tradición republicana de negar toda clase de opción a la derecha extrema y también a las formaciones que atentan contra la integridad de la nación. Posibilismo, y en definitiva política: mejor lo malo que lo peor.

La concatenación de errores estratégicos y tácticos que la dirección de C’s, y en concreto Albert Rivera, viene acumulando estas últimas semanas, es la causa de la grave crisis interna que atraviesa el partido. Son ya muchos, tal vez incluso demasiados, los dirigentes críticos con Rivera. Críticos cada día más numerosos y con más motivos de crítica. Como mínimo desde su tan desafortunada coincidencia con PP y Vox en la madrileña plaza de Colón, y aún más desde sus pactos postelectorales en municipios y comunidades autónomas con las dos formaciones de las derechas.

El problema de Ciudadanos es ahora Rivera. Rivera y sus urgencias históricas. Su falta de capacidad para gestionar y administrar el tiempo. De seguir así conseguirá, de victoria en victoria, llegar a la derrota final.