Estos largos y duros días de este aislamiento absoluto en nuestros domicilios, en un confinamiento obligado que no sabemos aún cuándo y cómo terminará, deberían hacer que nos planteásemos algunas reflexiones y algunas preguntas. Individual y colectivamente, es necesario que ahora nos interroguemos sobre qué vendrá después de esta terrible pandemia y cuál será el desafío al que nos deberemos enfrentar.

Lleva toda la razón Bill Gates cuando sostiene que “la reversabilidad de la crisis económica es posible, lo que no lo es es revivir a los muertos”. Por esto, aquí y ahora, lo único que nos debe importar e interesar es reducir tanto como sea posible la letalidad de esta pandemia, su impacto sanitario definitivo en nuestro país y en el mundo entero. Tenemos que ser conscientes que el Covid-19 ha venido para quedarse, como tantos otros virus anteriores -sin ir más lejos, el de la gripe común, que nos afecta año tras año, de forma estacional. No obstante, lo que nos debe importar de verdad, a corto, a medio y sobre todo a largo plazo, es qué deberemos hacer para contar con los instrumentos necesarios para poder enfrentarnos a nuevas crisis sanitarias.

Más allá de su extraordinaria y muy rápida capacidad de expansión global, más allá incluso de su insospechado nivel de mortalidad, lo que esta pandemia nos ha afectado tanto y de forma tan dramática porque nos ha puesto de repente ante la dura realidad de las consecuencias sanitarias, pero también económicas y sociales, de las políticas austericidas impuestas por muchos gobiernos durante los últimos años, sobre todo después de la primera gran crisis financiera global, en 2008.

Las prácticas económicas ultraliberales impuestas ya con anterioridad en otros países, como hicieron tanto Ronald Reagan en los Estados Unidos como Margaret Thatcher en el Reino Unido, se extendieron prácticamente por todo el mundo. Incluso en Europa, hasta en la misma Unión Europea (UE), que desde su misma creación se había distinguido y caracterizado por su defensa del modelo del Estado de bienestar. Un modelo basado en potentes y bien dotados servicios públicos, y por tanto universales y gratuitos, sobre todo en materias tan esenciales como la sanidad, la educación y las pensiones y prestaciones sociales básicas.

En España, el Estado de bienestar tardó en llegar. Lo hizo a partir del primer gobierno socialista presidido por Felipe González, con el tan añorado Ernest Lluch como ministro de Sanidad. De ello no hace ni tan siquiera 40 años. Pero, apenas un cuarto de siglo después de su progresiva implantación en nuestro país, el Estado de bienestar comenzó a ser desmantelado. Con la excusa de la gravísima crisis económica provocada por la primera gran crisis financiera global, la de 2008 iniciada en los Estados Unidos, tanto los gobiernos del PP presididos por Mariano Rajoy, así como varios gobiernos autonómicos, casi todos ellos del mismo PP o de CiU, practicaron recortes presupuestarios drásticos en el Estado de bienestar. Fundamentalmente en materia de sanidad y educación, también en todo tipo de pensiones y otras prestaciones sociales básicas.

Era el austericidio, un término denostado y descalificado de modo sistemático por los defensores de aquellas políticas, pero que, desgraciadamente para todos, se ha demostrado muy cierto. ¿Nuestro sistema público de salud no hubiese estado mucho mejor preparado para enfrentarse al Covid-19, si no se le hubiesen aplicado tantos, tan importantes y tan reiterados recortes durante tantos años?

No se trata ahora de ajustar cuentas políticas con nadie. Pero no podemos ni debemos olvidar lo que ha sucedido en España durante estos últimos años: el desmantelamiento sistemático, basado mucho más en criterios ideológicos que en motivos económicos, de nuestro Estado de bienestar.

Una vez que, esperemos que mucho más pronto que tarde, por fin hayamos conseguido superar los efectos devastadores de esta terrible pandemia, deberemos exigir, como gran objetivo común, la plena recuperación del Estado de bienestar. Es lo que se ajusta a lo establecido en el primer artículo de nuestra Constitución, que define España como “un Estado social y democrático de Derecho.