Si los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos del callejón del Gato daban como resultado el esperpento, la derecha española reflejada en los espejos cóncavos de Twitter, Facebook y WhatsApp da como resultado Vox. Vox es el esperpento del PP, su deformación aberrante, una versión contrahecha y grotesca cuyo empuje electoral ha animado a Casado a convertirse en un Abascal sin bíceps ni pectorales ni camisas joseantonianas, pero no menos comprometido con estrategias políticas en las que todo vale.

El fascismo ha venido y nadie sabe cómo ha sido. Para un politólogo, técnicamente Vox no es un partido fascista, como tampoco lo era el Franco posterior a la derrota del Eje, pero el partido de Abascal vierte sus aguas en el gran río del populismo ultraderechista internacional, al que no cabe negarle el talento para formular las mismas preguntas que se hacen millones de personas, pero tampoco discutirle la peligrosidad, a veces disparatada y a veces directamente monstruosa, de las respuestas con que contesta dichas preguntas.

La pregunta de por qué tenemos tanto desempleo o por qué nuestros hijos no tienen trabajos bien remunerados son buenas preguntas; la respuesta de que la causa de ello es la avalancha de inmigrantes es una monstruosidad, pero toda monstruosidad deja de serlo cuando millones de personas están cándidamente convencidas de que no lo es.

En los campos de internet

Vox ha desplegado su ejército de combatientes anónimos en los campos de batalla de internet. El periodista Hermann Tertsch y el cantante José Manuel Soto son dos de los más aguerridos soldados de la división peninsular de los ‘vóxer’. Su patriotismo cuartelero, desorientado y cerril parece odiarlo todo y no temerle a nada.

Al igual que Alonso Quijano veía el mundo a través del extravagante cristal de los libros de caballería, Soto y Tertsch ven España a través del espejo cóncavo de sus paranoias. El resultado es una prosa avinagrada y faltona que ha encontrado en Twitter su cauce ideal de comunicación.

El periodista Tertsch y el cantante Soto son dos prototipos de ese nacionalismo alucinado, ramplón y berroqueño que el país creyó haber dejado atrás hace más de cuarenta años.

Tertsch es un extremista ilustrado que, como aquellos intelectuales deslumbrados por el fascismo de Mussolini y asustados por el bolchevismo de Lenin, no ha sabido asimilar ni comprender los profundos cambios que se están operando en el  mundo por obra de la globalización; por su parte, Soto no está muy familiarizado con las herramientas del pensamiento abstracto, pero sus mensajes conectan bien con una parte del pueblo.

Es conocido que, cansadas de la ineficacia y las corruptelas del sistema parlamentario, algunas de las mentes más brillantes de la década del jazz abrazaron crédulamente el fascismo sin sospechar que con ello estaban contribuyendo a incubar el huevo de la serpiente que, en apenas un par de lustros, se adueñaría del continente para desencadenar la conflagración mundial más pavorosa que vieron los tiempos.

Y Bélgica invadió Alemania

El origen y la popularidad del fascismo es la impotencia, alimentada en ocasiones por una realidad percibida como radicalmente injusta por sus seguidores y en ocasiones por una información incompleta y defectuosa que compensa esos defectos con su capacidad para armar un relato falso pero verosímil y extraordinariamente sugerente, al modo en lo fueron los Protocolos de los sabios de Sion y otros célebres embustes.

Internet ha destruido aquella convicción de Clemenceau según la cual era difícil saber qué diría la historia sobre la Primera Guerra Mundial, pero en todo caso era seguro que nunca diría que Bélgica había invadido Alemania. Twitter y WhatsApp están inundadas de tipos que afirman que Bélgica invadió Alemania y que si alguien no está de acuerdo con ello se debe simplemente a que tiene una opinión distinta.

Del mismo modo que la invención de la artillería revolucionó la configuración de las ciudades al hacer inútiles las murallas medievales que las defendían, la invención de las redes sociales ha dinamitado las fronteras de la injuria, hasta no hace mucho bien delimitadas y difíciles de franquear, lo cual facilitaba la persecución de quienes las traspasaban. Eran pocos los ofensores, pocos los ofendidos y contadas las ocasiones de ofender en presencia de testigos: para la justicia no suponía ningún problema perseguir a los ofensores. Hoy, bajo el imperio de Twitter, el anfiteatro de la injuria es toda la tierra.