Mariano Rajoy ha utilizado varias estrategias durante estas semanas de tensión con Cataluña. Hasta ahora, y a juzgar por lo vivido, ninguna de ellas ha conseguido dar ningún otro resultado que no sea el de crear independentistas en masa. Quien haya tomado el pulso en tierra catalana se habrá encontrado con multitud de casos de personas que han pasado del unionismo al derecho a decidir y de esta opción, directamente al independentismo. Todo a raíz de la brutal y descoordinada respuesta en el 1 de octubre. 

Una de las estrategias de Rajoy, quizás la que más ha exacerbado al secesionismo, es la de usar el Poder Judicial contra un movimiento político al mismo tiempo que el presidente del poder Ejecutivo confundía su papel y presumía de tener la “obligación de hacer cumplir la ley”. Sería el enésimo gesto de perversión de la separación de poderes que desde hace años practica el Partido Popular y que fomenta la crisis institucional en la que vivimos. 

Visto que la porra policial no surtía efecto, el presidente del Gobierno acabó usando el cetro real. Jugó la carta del Rey, que no es arma homologada, pero cuenta la leyenda que en tiempos pretéritos consiguió frenar otros desafíos a la Constitución. Otra maniobra igual de fallida. Rajoy quemó el cartucho más importante que tenía en su haber y, de paso, al poner en la boca regia el discurso del PP, manchó la imagen de una institución que con Felipe VI había conseguido ganar algo del lustre perdido en las últimas épocas.

El último plan puesto en marcha por Rajoy, no por ser el más reciente es el más novedoso: se trata de la famosa estrategia del avestruz, que el presidente del Gobierno ha conseguido dominar tras años de práctica ininterrumpida. Desde que tuviera lugar el referéndum del 1-O -que Rajoy nos había prometido por activa y por pasiva que jamás sucedería- el presidente del Gobierno se ha mantenido lo más escondido posible y, cuando ha tenido que salir, lo ha hecho con todas las redes de seguridad y paracaídas que sus asesores son capaces de suministrarle.

El mismo 1-O, Rajoy volvió a salir a la sala de prensa del palacio de La Moncloa para hacer una declaración institucional. Jugaba en casa por partida doble: no hay sorpresas posibles y el atril le pilla a pocos pasos de su salón. El escenario era parecido a aquel 7 de septiembre, tras el Consejo de Ministros, cuando Rajoy intentó hacer un discurso de estadista, pero esta vez su perorata fue deslavazada, larga y repetitiva. La del líder de un Estado que había sido derrotado por unas urnas sacadas de un bazar chino.

Desde entonces, Rajoy sólo se ha dejado ver en diferido en sendas entrevistas grabadas para la estatal Agencia EFE y para El País. De la primera, la comodidad es histórica; del segundo, la displicencia es sobrevenida pero no por ello menos esperada, visto lo visto en estos tiempos.

Esta capacidad de Mariano Rajoy para esconderse es, como decimos, una maestría que tarda en dominarse. España fue intervenida por Europa y nuestros bancos rescatados en junio de 2012, en plena Eurocopa de Fútbol. Tanto, que tras anunciar que nos prestaban 100.000 millones de euros, Rajoy huyó a Polonia para ver el España-Italia. El año siguiente, nuestro presidente esperó hasta el 1 de agosto para comparecer en el Senado para explicar sus SMS de apoyo y ayuda a Luis Bárcenas cuando ya se sabía que tenía dinero en Suiza. Y este año, cuando no le han dejado volver a usar el plasma para testificar en la Audiencia Nacional, ha exigido que su comparecencia judicial fuera el 26 de julio, tras rellenar a trancas y barrancas su agenda con viajes internacionales.

Ahora, Rajoy ha intentado aprovechar el día 13 para acudir al Congreso a explicar a los diputados qué piensa hacer con Cataluña. El plan se lo han abortado en el último momento los parlamentarios nacionalistas, que han retirado sus enmiendas y le han dejado un hueco el miércoles que le habría dejado en evidencia de no haberlo aprovechado. Pero volviendo a la idea primigencia que se ha barajado, si fuésemos anglosajones, quizás habría tenido gracia que hubiera elegido un viernes 13, pero no está la cosa para chistes. El caso es que la presidenta del Congreso había avisado de que sería “cuando pueda” el presidente y, por si eso no fuera poco desprecio, ahora resulta que el mejor hueco de su agenda es un viernes –algo casi inaudito en la historia parlamentaria- y en medio del primer puente tras las vacaciones de verano.

Rajoy se carga así la única estrategia que hasta ahora le había valido, la de vertebrar su discurso en torno a que una parte de la soberanía nacional no puede elegir por toda ella. Ese razonamiento, capaz de hacer dudar incluso al más convencido con el “derecho a decidir”, queda en agua de borrajas en el momento en que ultraja de esta manera al Congreso de los Diputados y los representantes de la ciudadanía. Al igual que pasara con la Corona y el Poder Judicial, el desprecio de Rajoy a una institución democrática se paga caro en un momento como este. Porque ni la bandera de España, ni el presidente del Gobierno, ni siquiera Mario Vargas Llosa, “representan al pueblo español” más de lo que lo hacen las Cortes Generales. Constitución dixit.