Muchos gobiernos locales han empezado a retirar estatuas relacionadas con el supremacismo blanco tras el velado apoyo de Trump al racismo, pero no hay una Ley que les respalde.

La estatua ecuestre de Robert E. Lee, el general que lideró al ejercito confederado que defendía la esclavitud, se parece mucho a las que reinaron durante el franquismo en numerosas localidades españolas. Todavía pueden verse esos monumentos en distintos lugares de Estados Unidos, y uno de ellas, el de Charlottesville, en Virginia, es el que desató los disturbios del pasado sábado. Y también campean por ese país  efigies del juez Roger Taney, quien desde su puesto en el Tribunal Supremo defendió que los negros no tenían derechos y que, por su beneficio, debían ser reducidos a la esclavitud. 

Los monumentos a los soldados caídos por defender la esclavitud en Estados Unidos durante la Guerra Civil entre el norte y el sur (1861-1865) podrían asemejarse, por último, a las listas de "Caídos por Dios y por España" que todavía pueden verse en muchas fachadas de ayuntamientos e iglesias. Pero la diferencia es que estos últimos, por mucho que se resistan, están condenados a desaparecer tarde o temprano gracias a la Ley de Memoria Histórica aprobada en 2008 por el Gobierno Zapatero que se incumple sistemáticamente allí donde señorea el PP.

Aquí vamos con retraso, sí, pero en Estados Unidos ni siquiera han empezado. Otro ejemplo: la bandera que utilizó la Confederación, vinculada al racismo y el supremacismo blanco, ondea en las proximidades de muchos edificios oficiales de varios estados del sur del país. Es verdad que existe un debate abierto sobre si debe permitirse o no, pero mientras tanto aparece en una web  una fotografía del joven Dylann Roof enarbolando esa enseña tras ser detenido y acusado del asesinato de nueve personas de raza negra en una Iglesia de Carolina del Sur en junio de 2015.

Los defensores del supremacismo blanco, como el presunto asesino Roof, apoyan fervientemente al presidente Trump, y este se resiste a ocultar su simpatía por ellos.

Trump ha atizado la vieja polémica

La polémica sobre los monumentos no es nueva. Los norteamericanos llevan años divididos entre quienes consideran que están más relacionados con el patrimonio y la historia que con el racismo, y defienden su permanencia, y quienes los ven como símbolos de la esclavitud y la intolerancia y consideran que, en caso de no destruirlos, deberían ir a parar a los museos.

Y en ese tenso debate es en el que Trump ha puesto su granito de arena. A favor de los primeros, claro. Después de criticar la retirada de uno de esos monumentos en Baltimore, el de otro general sureño emblemático, se preguntó si la semana próxima le tocaría el turno al de George Washington. Comparar al padre de la patria, héroe de la guerra de la independencia en el siglo XVIII, con quienes defendieron la esclavitud y la intolerancia le ha costado al Presidente otra oleada de críticas, pero lo más importante es que ha quedado claro de qué lado está en este debate.

La mayor parte de esos monumentos son de entre 1890 y 1920, una época de extrema violencia de los blancos del sur contra los escasos avances de los afroamericanos

Por ignorante que sea, Trump debería saber que la mayor parte de esos monumentos fueron construidos entre 1890 y 1920, una época de extrema violencia de los blancos del sur contra los escasos avances que los afroamericanos habían conseguido desde que acabó la Guerra Civil varias décadas atrás. Hombres, mujeres y niños negros eran linchados al mismo tiempo que las autoridades de los lugares donde sucedía erigían las estatuas de los inspiradores de tamañas atrocidades.

Los negros norteamericanos tuvieron que esperar muchas décadas más para ver cómo, incluso en los estados que habían ganado la guerra contra la esclavitud, se aceptaban sus derechos civiles. Casi al mismo tiempo reclamaban los suyos los pueblos indígenas que fueron diezmados durante el siglo XIX. Y también están los judíos, con su eterna sensación de pueblo perseguido, veladamente amenazados por el antisemitismo que destilan esos mismos grupos.

Un país tan diverso como Estados Unidos tiene muchos conflictos latentes que solo pueden ser superados mediante la integración y la reconciliación. Que todo un presidente se ponga del lado de quienes rechazan una convivencia sin prejuicios crea un antecedente muy peligroso. En el caso del supremacismo blanco y la sempiterna rivalidad entre el norte y el sur no les vendría mal a los norteamericanos una Ley de Memoria Histórica que enviara al baúl de los recuerdos todos esos símbolos que, 150 años después, continúan creando la discordia entre los ciudadanos.