Forrest Tucker (Robert Redford) es un septuagenario atracador que es descrito por los testigos, en los diferentes bancos que roba, como cortés, caballeroso, amable. Y feliz. Persuade a los empleados de los bancos, para que le den el dinero, con la indicación de que porta una pistola bajo la chaqueta. Pero lo que desenfunda es la sonrisa. Es un detalle que desconcierta al policía que se muestra determinado a capturarle, John Hunt (Casey Affleck), quien, de modo sintético (una de las cualidades de esta excelente obra), se nos presenta en tres planos como alguien que porta un fatiga combinada con hastío como fuerza de gravedad constante en su rostro, aunque se muestra esforzadamente efusivo con su esposa, Maureen (Tika Sumpter) y sus dos hijos: de nuevo esa capacidad única de Lowery, como en los pasajes iniciales de la espléndida En un lugar sin ley (2013) y la magistral A ghost story (2017), de condensar con naturalidad, con pocos trazos, una sintonía íntima. Quizá uno sonríe porque disfruta con lo que hace, y el otro no porque ha perdido el entusiasmo en su dedicación. De alguna manera, el propósito de capturarle reanima a Hunt, en lo que también influye el hecho de que estuviera en el banco, con su hijo, durante uno de los discretos y sutiles atracos de Tucker, que en esa ocasión realizó con sus dos compinches, Waller (Tom Waits) y Teddy (Danny Glover). Aunque lo que le reanimará, más bien, será conocer, durante su investigación, la personalidad de Tucker.

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Esa excelente secuencia del atraco está modulada al son de la extraordinaria banda sonora de Daniel Hart, otra de las cualidades que singulariza a The old man & the gun (2018), de David Lowery, con quien Redford ya había trabajado en la estimable Peter y el dragón (2016). La música conecta con el cine de los setenta, como su matizada elaboración visual, en la que predominan los colores vivos (pero también las sombras tenues), y su precisión narrativa, que deja respirar la duración de los planos: particularmente memorable el plano, desde el interior del hogar de Tucker, durante su conversación con Waller, quien le pregunta si es intencionado que viva enfrente de un cementerio, el cual se distingue al fondo del encuadre. Quizá porque él no dejó de sentir la vida en sus elecciones vitales, entre atracos y fugas. La película está inspirada en el homónimo artículo de David Grann, publicado en el New Yorker en el 2003, sobre el atracador Forrest Tucker (1920-2004), que no desistió en su vida delictiva de atracador, ni en sus fugas de la cárcel (una secuencia extraordinaria:el montaje secuencial de dieciséis fugas). La obra, en concreto, se centra en parte del periodo de cuatro años tras su más célebre fuga: con un kayak de la prisión de San Quintin, en 1979. Durante esos años, junto a sus dos amigos, consiguió resonancia mediática por sus diversos atracos, por los que fueron apodados como Los talluditos.

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Esta es también una película sobre Robert Redford. En el montaje secuencial de sus fugas se muestra un imagen de su huida en la espléndida La jauria humana (1966), de Arthur Penn, en la que moría en una electrizante conclusión, también una de las más desoladoras que ha dado el cine. Su bigote es el que portaba otro atracador, el que le propulsó al estrellato, Sundance Kid, en Dos hombres y un destino (1969), de George Roy Hill (de la que retoma la frase inicial de que está basada, en su mayoría, en una historia real). En la notable Un diamante al rojo vivo (1972), con la que comparte una templada mirada irónica, salía de prisión y se embarcaba en la organización de un atraco. En la notable Brubaker (1980), de Stuart Rosenberg, no se fugaba sino que era más bien el director de una prisión a la que intentaba aplicar unas medidas justas que hasta entonces no eran moneda común. Esa ha sido la imagen de Redford, suavemente a contracorriente, sin acritud ni extremismos, como la luminosidad que irradia este cuento moral sobre el impulso de vida que no hace concesiones al estancamiento, la rutina y el apoltronamiento en el mullido hábito.

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Esta es también una historia sobre las conexiones vitales. O sobre la singularidad de las conexiones. La que se gesta en la distancia, entre Tucker y Hunt, ese tipo de conexión que reanima un rostro con una sonrisa, apuntalado por Hunt con ese gesto del dedo en la nariz de los cómplices del robo (o compañeros de viaje vitales) en El golpe (1973), de George Roy Hill. O el amor que se consolida entre Tucker y Jewel (Sissy Spacek). En cierto, momento, ambos sentados en el porche de la granja de ella, Jewel comparte cómo cuando comienzas a perfilar la propia vida das por sentado que es lo de que debe ser, ese tipo de vida, esa familia, ese marido, pero en un momento dado, pasado el tiempo, te preguntas si era así, si realmente fue una elección, o tenía algo de inercia, como quien se encarama a la línea habitual de transporte de un modelo y unas rutinas. Creías que quizá sabías lo que querías, pero quizá no era así. Tucker optó por el modo de vida en el que sabía que se sentía vivo, entre atracos y fugas. Si te detienes, no estás vivo, dice ella. Y a él si le detenían, tarde o temprano se fugaba, para volver a la actividad que le satisfacía. Siempre en movimiento. No para ganarse la vida, sino porque, sencillamente, sentía que esa era la vida. Por eso, Hunt se alegra de no haber sido quien le detuviera. Recupera a través de él esa sonrisa que desafía a las rutinas que entumecen, y atraca a las sombras de la apatía y el desanimo.