Madrid tenía ese aire de domingo lento, casi desganado. La ciudad seguía con su vida, pero dentro del Movistar Arena se reunía gente que sabía que algo especial estaba a punto de terminar. Joaquín Sabina apareció sin estridencias, casi en silencio, con el sombrero de siempre y la calma de quien ya no tiene nada que demostrar. Tomó el micrófono, lo sostuvo como se sostiene un adiós que se ha estado aplazando durante años, y sin ceremonias innecesarias abrió la boca para lo inevitable: el último concierto de su vida.
No había nostalgia impostada ni dramatismo calculado. Había verdad. La de un músico que ha sobrevivido a sí mismo, a los excesos, a los escenarios, al tiempo. Y allí, ante miles de ojos que conocían cada verso mejor que muchas fotografías familiares, Sabina cantó por última vez en la ciudad que lo adoptó, lo inspiró y lo convirtió en mito. Una noche sin revancha, sin épica exagerada: solo un cierre honesto, limpio, definitivo.
Un repertorio que funcionó como memoria viva
Las primeras notas no fueron una explosión, sino un recordatorio. Quién me ha robado el mes de abril sonó casi como una crónica del propio país, de todos nosotros. Luego llegó el desfile habitual, pero esta vez con un peso distinto: 19 días y 500 noches, Princesa, Y sin embargo, Pacto entre caballeros, Contigo. Cada canción parecía colocarse en el aire con una precisión casi quirúrgica. No había tiempo para improvisaciones largas ni para discursos interminables. Sabina no vino a justificarse, ni a explicar nada, ni a despedirse con un monólogo lacrimoso. Vino a cantar. Y lo hizo.
Su voz, más grave y desgastada que en las décadas doradas, no restó emoción. Al contrario. Ese timbre raspado, con grietas, con vida, se convirtió en parte del relato. Los años pasados sobre los escenarios estaban ahí, sin disimulo. Y eso, lejos de disminuir el espectáculo, lo convirtió en algo más real, más humano.
Y es que cuando alguien como Sabina decide bajarse del escenario, no se rompe nada. Se transforma. Su obra sigue ahí. Sus versos seguirán tatuados en paredes, en cuadernos, en gargantas ajenas.
La gente que lo escuchó anoche probablemente recuerde menos la escenografía que el instante exacto en el que él dijo: “Hoy la gira se llama solamente adiós”.
El hombre detrás del mito
Joaquín Sabina no fue solo un cantante. Fue un contador de historias. No escribió para héroes: escribió para tipos que llegan tarde, para quienes no devuelven las llaves, para los que tropiezan con la misma piedra varias veces y aún brindan por ello. Cantó al fracaso cotidiano con dignidad. Hizo de la derrota un lugar habitable. Por eso cala tanto. Porque habla de nosotros sin maquillarnos.
Su carrera no estuvo libre de sombras. Hubo la famosa isquemia que lo apartó temporalmente, la depresión, el accidente escénico que lo obligó a replantear ritmos y hábitos. Sabina siempre convivió con la caída, pero también con el regreso. Y eso quizás explica por qué este adiós definitivo no suena a derrota. Suena a cierre lógico. A punto final necesario.
Una retirada que no es desaparición
El concierto terminó sin estrépito. Sin gran explosión de luces. Sabina agradeció con palabras sencillas, recibió el aplauso de pie y se retiró despacio, como quien sabe que ya no necesita ocupar el centro para demostrar nada. Dijo hace meses que quería leer más, pintar más, vivir más despacio. Quizá este adiós sea precisamente eso: un regalo. Para él y para quienes lo escucharon durante medio siglo.
No habrá más gira, no habrá más tour. Pero las canciones ya no necesitan escenario. Siguen funcionando en habitaciones pequeñas, en coches de madrugada, en plazas vacías. Sabina se marchó anoche sin estridencias. Y ahí está el detalle: no necesitó épica para ser grande. Solo le bastó cantar.