Tras dos películas como Murieron por encima de sus posibilidades (2014) y La próxima piel (2016), experimentos fallidos con ficciones puras, Isaki Lacuesta regresa en Entre dos aguas al terreno en el que siempre ha dado lo mejor como cineasta, la confluencia de ficción y de documental con el objetivo de diluir la separación entre ambas esferas y conformar un espacio híbrido en el que acaba importando poco qué hay de ficción y qué hay de realidad y sí aquello que resulta de su intersección.

Doce años después de La leyenda del tiempo (2006), en nuestra opinión una de las películas españolas más relevantes de las últimas dos décadas, Lacuesta iguala, incluso en algunos aspectos, supera, los méritos de aquella regresando, precisamente, al mismo paisaje, la bahía de Cádiz, la isla de San Fernando, y a los mismos personajes, los hermanos Israel y Francisco José Gómez Romero (Cheito), ahora con doce años más de edad. Si en aquella Lacuesta usaba el video de alta definición para explorar la imagen a través del formato como vehículo para construir una realidad muy concreta, en esta ocasión ha rodado en 16mm, como si invirtiese, de alguna manera, ambos momentos. La ‘limpieza’ de las imágenes de La leyenda del tiempo aportaban claridad al instante que retrataba de unos jóvenes a punto de dar el paso hacia la adolescencia, mientras que las texturas de Entre dos aguas transmiten, precisamente, la zozobra existencial de los dos hermanos, ahora ya convertidos en adultos, pero todavía con demasiado tiempo por delante como para saber que se encuentran en un momento clave de sus vidas y ante decisiones de gran relevancia para su futuro.

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Israel ha salido de la cárcel, a donde ha ido a parar por traficar con drogas; Cheito, sirve a la infantería de marina. Ambos son padres, si bien Isra, cuando regresa a su casa, descubre que, a pesar del cariño de sus hijas, ya no es su lugar; desplazado de su hogar, deberá reemprender su vida. Cheito, por su parte, después de haber servido fuera, piensa en volver a marcharse durante unos meses.

Lacuesta enfrenta a los dos hermanos, con ciertas resonancias bíblicas, en tanto a que ambos representan una forma diferente de afrontar su realidad. El cineasta sigue a ambos, con mayor atención a Isra, en un devenir vital que recrea mediante un tratamiento visual que tiene la grandeza de hacer de lo cotidiano, lo sencillo y, en apariencia, banal, paisaje para elaborar una mirada sobre unas vidas marcadas por el paro, las problemáticas estructurales de la familia, las consecuencias de la crisis económica y, como resultado de todo lo anterior, la carencia de unos horizontes sociales. Así, el espacio que habitan se convierte en un paisaje tan abierto como claustrofóbico, un lugar que parece empezar y terminar en sus contornos.

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Paisaje y personajes en manos de Lacuesta se convierten en formas de una narración en la que la realidad bebe de la ficción y la ficción es lugar para lo real. Lacuesta transciende las imágenes para extraer de ellas una poética cotidiana que, en ocasiones, posee, mediante una gran naturalidad, un aliento casi épico que convive con una mirada social y etnográfica hacia el lugar y sus habitantes. Algo que enfatiza con el uso de los 16mm, creando unas texturas visuales perfectas para fotografiar la isla de San Fernando y extraer sus colores y relacionarla con los personajes.

Aunque Entre dos aguas, quizá, funcione mejor si se ha visto previamente La leyenda del tiempo, puede entenderse y contemplarse de manera independiente. Regala algunas secuencias para el recuerdo cuyo disfrute reside en la representación de momentos íntimos, personales, que transmiten unas sensaciones que van más allá de aquello que Lacuesta está mostrando en pantalla en una película con la indaga en los mecanismos cinematográficos de representación de lo real y lo ficticio a la par que se adentra en un presente, el nuestro, a la deriva.