El festival Clásicos de Alcalá estrena en España una versión de El sueño de una noche de verano de Tim Robbins. Un montaje que pasará ahora por el Festival de Almagro, y que el oscarizado actor ha puesto en pie con su compañía The Actor’s Gang, nacida en 1981 y con una trayectoria de más de 100 obras marcada por la reinterpretación dinámica de clásicos como Tartufo, así como por el compromiso sociopolítico, que la ha llevado a apostar por textos como 1984 de Orwell.


Se trata de una versión ambiciosa, detallista, lúdica, muy musical y donde la acción del clásico de Shakespeare está coreografiada. Una obra con un rodaje de más de un año por todo el mundo, y en el que se subraya el contraste entre fantasía y razón que contiene este título del bardo inglés, el más cómico y extraño de todos los que escribió, y seguramente también el más raro de todos los del teatro isabelino.


Robbins asume el reto de respetar íntegro el texto original en esta pieza tan a lo Broadway, con música en directo, donde también incorpora espléndidas y conceptuales escenas de su propia cosecha. Se trata de toda una experiencia sensorial con una escenografía minimalista pero efectista, que resalta la excelente actuación del elenco, compuesto por catorce actores que interpretan veinticuatro personajes. Toda una reivindicación, con ello, del trabajo actoral de un director tan dedicado también a la interpretación, que ha contado en sus producciones teatrales con figuras como John Cusack, Helen Hunt o Kate Walsh. Un elenco, el de El sueño…, del que hay que destacar su estupenda vis cómica, en el que Robbins ha optado por presentar a varios Puks, y donde sobresale Will McFadden como un ágil Lisandro.


La escenografía varía radicalmente en virtud de que nos encontremos en las coloristas escenas del bosque, con su halo de fantasía, sus hadas, sus conjuros y sus amantes hechizados, y donde hay flores y árboles, y se emula el follaje con poéticas y elegantes danzas de los actores, o en virtud de que estemos ubicados  en las escenas que protagonizan los duques, a las que se les da un toque años cincuenta y en las que se acentúa su discurso racionalista, en especial en el caso del duque. El acierto estructural se completa resolviendo inmejorablemente el último tercio de la trama, en la que Shakespeare optó por el metateatro para resumir el mensaje satírico-amoroso de su texto. Robbins integra a los protagonistas en el público asistente a la pieza, desplegando así, en ellos, una doble condición de actor y espectador.


Robbins ha manifestado en más de una ocasión que prefiere el teatro al cine y la televisión por su universalidad y porque es más inmediato: en él no se puede consultar el correo o el guasap, la atención está con el arte al 100%. En esta obra opta por la diversión, por la clásica función de entretener de los comediantes, para envolver una ironía sobre la diferencia entre razón, imaginación, instinto y fantasía.