Todo el dinero del mundo se verá condicionada, ahora y en el futuro, por la ya famosa y discutible sustitución de Kevin Spacey por Christopher Plummer para interpretar a John Paul Getty III, decisión paradójica y reveladora, en tanto a que se produce en una película que en esencia, y en menos medida en resultados, pretender ser una crítica hacia el capitalismo. Porque la decisión de borrar a Spacey, como también lo ha hecho Netflix en la serie House of Cards así como en una serie producida por el actor, puede obedecer a muchas cuestiones –es un tema demasiado complejo- pero principalmente se trata de uno netamente crematístico: eliminar al actor para evitar una posible mala taquilla e imagen. Aunque revestido de una cuestión moral debido a las denuncias públicas recibidas por Spacey por abusos sexuales, su ausencia final en Todo el dinero mundo responde al miedo a la pérdida de dinero, a la par que, por qué no, de granjear a la película de una añadido promocional casi gratuito. En definitiva, una moralidad capitalista antes que de otro tipo, una pieza más de la utilización actual de ciertas reivindicaciones y cuestiones sociales para fines basados en intereses que no siempre tienen que ver con aquello que se presenta en primer plano.

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En cualquier caso, la sustitución acaba afectando al resultado de una película que no puede evitar esconder el remontaje al que ha sido sometida después de las nuevas secuencias, algo que acaba confiriendo a la película de Ridley Scott la forma de una obra cosida de manera apresurada en la que se entrevé muchas virtudes, pero tan solo en tramos intermitentes, mostrando una naturaleza inconclusa en la que la ficción, a partir de hechos reales, entrega una visión desoladora, aunque bajo un aspecto de ópera casi bufa, de un hombre para el que el dinero estaba por encima de todo. La lucha de Gail Harris (Michelle Williams) para conseguir la liberación de su hijo, Getty III, secuestrado en Roma en 1973 durante cinco meses –de julio a diciembre- y, sobre todo, para que el abuelo del joven pague lo que sus secuestradores solicitan, modulan un relato que tiene al comienzo varios flashbacks –1948, 1965 y 1971- que a partir de leves pinceladas dan habida cuenta de quién es John Paul Getty. Durante todo el arranque se percibe una producción de cierta ambición que se va perdiendo a lo largo del metraje, en gran medida por la disolución de una solidez constitutiva de su dramaturgia debido a ese cosido de secuencias, también a que Scott parece perderse por momentos en un material que acaba siendo demasiado obvio en su discurso. Aunque no por ello menos interesante y crítico.

Todo el dinero del mundo, además, transmite una extraña sensación entre ese sentido de opereta excesiva, casi hiperbólica, y un hiperrealismo dramático que no acaba de conjugarse del todo. O bien necesitaba ser más enloquecida, o, por el contrario, más contenida. Una vez más, es posible que el remontaje haya afectado al tono, tanto que mediada la película y hasta el final hay elementos que no acaban de entenderse del todo, como si todo avanzase por una necesidad narrativa antes que por lógica. Sin olvidar que personajes como el Fletcher (Mark Wahlberg) aparece más, quizá, por necesidad de ser fiel a los sucesos, que por tener un sentido en la historia.

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A pesar del desconcierto general, la película de Scott deja cierto poso en su mirada hacia el capitalismo a partir de una figura tan esencial como representativa del mismo mediante un acercamiento que usa lo ilustrativo para conseguir ser crítico. Porque Scott, a partir del guion de David Scarpa, le interesa Getty no solo como recreación de quién fue, sino más bien de a qué representa con su actitud, jugando con el cliché o el arquetipo y logrando que funcione, a pesar de todos los injertos, para dar habida cuenta de un sistema en el que, dentro de su propio lógica, sus leyes son inquebrantables. Si Getty no quiere dar el dinero que necesitan para liberar a su nieto no es tanto por deshumanización ni por maldad, si se quiere, sino porque posee un sistema de valores que ha conformado una ser y un estar en el mundo. Ahí Todo el dinero del mundo logra un acercamiento muy interesante para retratar, también mediante detalles y objetos, una realidad ajena al resto que se mueve entre cifras y números conformando un espacio vital propio. En el que nadie, salvo quienes lo disfrutan, posee acceso.

Se percibe tras las imágenes de Todo el dinero del mundo la película que quizá podría haber sido; algo que no debe servir de excusa para valorar una producción que avanza hacia la deriva en muchos momentos y que, precisamente, eso acaba dotando a la obra de Scott de personalidad y de cierto interés, aunque no el suficiente. En cualquier caso, por todas las circunstancias a su alrededor, una película extraña, que no es lo que debería haber sido y que aquello que ha terminado siendo resulta menos de lo que se presiente que tenían en mente sus responsables. Y a pesar de ello, atrapa en su rareza mediante esa suerte de espectáculo operístico –la banda sonora es reveladora al respecto- de una tragedia con no pocos elementos cómicos debido a la absurdidad de un sistema que, en este caso, focalizado en un hombre, impone aquello que cree justo por encima de cualquier atisbo de humanismo.