La vulnerabilidad y la fugacidad. La vida es un recorrido incierto en el que, en cualquier momento, puede irrumpir una amenaza que puede segar tu vida, como la dentellada de un lobo. La vida es efímera, como un estrella fugaz en el cielo que un día es un meteorito que se ha estrellado contra la superficie de un planeta. Lo que fue luz en las alturas, ilusión de sueños a realizar, se trastocó en una mera piedra, como el fósil de sueños que durante un tiempo fueron latido de impulso de vida. Pero ¿y si no se realizaron o sólo por un breve instante? ¿Queda la marca de la dentellada y el amargo sabor de la piedra opaca? En ocasiones, ese es el relato de algunas vidas. Aunque unos y otros no dejamos de aspirar a realizar nuestras ilusiones como la mirada que siente que la estrella fugaz no dejará de ser luz, porque aún está habitada por el asombro. Y el asombro es luz del anhelo de conocimiento y vivencia, el impulso de contemplar la vida como si cada día fuera un territorio desconocido. El título original de la magnífica 'El museo de las maravillas', de Todd Haynes, es wonderstruck, asombrado. Y es una película, entre otros aspectos, que redescubre la capacidad y el arte de mirar, como si redescubriera cada realidad, acontezca en 1927 o 1977, años en los que transcurren las dos tramas de la película cuya conexión no se esclarecerá hasta los hermosos pasajes finales.

En la secuencia inicial, Ben (Oakes Fegley), un niño de once años, sufre una pesadilla en la que le persiguen unos lobos en un paisaje nevado. En las posteriores, se nos revela que su madre, Elaine (Michelle Williams), acaba de morir en un accidente automovilístico, por lo que Ben vive con sus tíos. Descubre un libro, titulado Wonderstruck, que versa sobre conservación de museos, entre cuyas páginas encuentra lo que considera, sueña, como el posible inicio del hilo que le lleve hacia el padre que nunca ha conocido: la publicidad de una librería en cuyo reverso están anotadas unas palabras de amor hacia su madre de alguien que se llama Danny, en las que le dice que le espera. Pero ¿Por qué desapareció? O si esperaba a su madre ¿por qué ella no acudió?¿Qué ocurrió entre ellos? Ben inicia una búsqueda que implica un viaje a otra ciudad, Nueva York. Y otra, con el mismo destino, inició en 1927 una niña de su misma edad, Rose (Millicent Simmonds), que vivía con un rígido padre. En su caso, en busca de su madre, una célebre actriz, Lillian (Julianne Moore), a la que contempla en el cine en una película titulada 'Daighter of the storm'/Hija de la tormenta. En una de sus imágenes presencia cómo el personaje que interpreta su madre, que porta un bebé en brazos, ve cómo la casa en la que pretende guarecerse de una tormenta es arrasada por el fuerte viento. Esta una obra sobre sentimientos de intemperie y orfandad, sentimientos de hogares reventados, uno por la muerte, otra por la opresión presente y la ausencia o distanciamiento.

Ambos niños son sordos, ella de nacimiento y él por accidente, cuando cae un rayo mientras intenta usar un teléfono. Los recorridos de ambos viajes, en paralelo, se despliegan a través de la mirada de ambos niños, de su asombro ante un mundo nuevo o territorio desconocido, como si trazaran mapas con su mirada asombrada. Dos trances que son coreografías de la mirada. Uno es en blanco y negro, con música orquestal, el otro, en color granuloso, como el que se utilizaba en el cine de los setenta, con música del momento. La narración se musicaliza y acompasa a esa interacción entre miradas y entorno. Es también una obra sobre las conexiones. Haynes declaró que le interesó de la novela de Brian Selznick (que él mismo convirtió en guión) la intriga sobre cuál era la conexión entre esas dos tramas. Hay conexiones insospechadas, que pueden resultar asombrosas. Como hay quienes sienten una intemperie o falta de conexión, como Ben y Rose, pero también Jamie (Jaden Michael), quien encontrará en Ben, al que conoce en el museo de Historia natural, ese amigo que siente que le falta, con quien creará, también, su particular universo, ese escenario particular que hace sentir no sólo inmune sino que ilumina como si se sintiera la luz de las maravillas o la vida como relato con acontecimientos: significativo que sea en un espacio apartado del museo que revela capas, su pretérito de sala de asombros: de nuevo, la realidad como sucesión de capas que revelan conexiones inimaginables. La vida como un incierto entramado de sorprendentes azares y cruces, algunos que conectan con lo pletórico, sea de modo pasajero o no, y otros con la catástrofe y la pérdida. La vida como una maqueta, en la que somos insignificantes figuras en un escenario cuya trama desconocemos y que será de incierto recorrido, porque somos meteoritos que sueñan con estrellas que no sean fugaces mientras esperamos que no nos alcance la dentellada del lobo.

Haynes culmina la narración con unas bellísimas secuencias que evidencian esa condición de representación de la propia trama de la vida, a la vez que celebración del artificio del cine, o de los múltiples recursos que se pueden desplegar, como ha revelado hasta ahora Haynes en su admirable filmografía, con mutaciones de la identidad y de la representación, mediante juegos con la estructura del relato, encarnaciones de una celebridad (Bob Dylan) a través de ocho diferentes personajes, asociaciones de un cantante ficticio con el personaje de un cantante real (el Ziggy Stardust de Bowie) o un escritor de otra época (Oscar Wilde) tamizado por uno de sus personajes (Dorian Gray), diálogos o juegos de espejos fantasmales con obras pretéritas ('8 y medio', 'Sólo el cielo lo sabe', 'Breve encuentro') que amplían la perspectiva sobre nuestro presente desde ángulos que a la vez son fracturas, o como aquí con maquetas (o los citados tratamientos fotográficos de las diferentes décadas). Haynes nos recuerda que no debemos apagar la mirada para no perder la llave del asombro, la poesía de los meteoritos.