Pero ¿Quién vive?, era la pregunta que resonaba tras la proyección de Blade Runner (1982), de Ridley Scott. Esa pregunta podía ser una paloma lanzada hacia las columnas de humo de unas chimeneas, o unas lágrimas confundiéndose con las gotas de lluvia. Los replicantes de aquella señera obra se convertían, para nosotros, en reflejo de la consciencia de nuestra finitud, en sueño truncado de las aspiraciones de ser singulares en vez de seres corrientes cuya vida ha sido implantada sin que lo sepamos. Los ojos eran una figura recurrente durante la narración: en la introducción un ojo, el del replicante que representaba la sublevación ante una vida impuesta y limitada, el Nexus 6 Batty (Rutger Hauer), se afirmaba como el contraplano desafiante de aquella construcción piramidal (símbolo de una estructura de realidad) en la que habitaba su creador, quien portaba unas gafas de grueso cristal (y cuyos ojos aplastaba con sus dedos, para después, en el elevador, mirar hacia el firmamento como si retara a lo posible). A través de los ojos los blade runners detectan si alguien es replicante o humano. ¿Qué somos capaces de ver o de discernir?¿Vemos la realidad como nos la implantan percibir, como nos la presentan? En cierta secuencia, el blade runner Deckard (Harrison Ford) explora una fotografía, y a través de un reflejo en el espejo logra discernir otra figura no presente a primera vista. Hay realidades que no nos dejan ver, hay realidades que no nos esforzamos en ver. Pero otra mirada ofrece la posibilidad de discernir la realidad desde otro ángulo, ese a través del que descubres que no vives sino que habitas una realidad implantada en la que meramente cumples una función sin interrogarte sobre nada. Durante la narración, como contrapunto abundan los maniquíes. Las cristaleras de unos escaparates con maniquíes cruza una replicante que es abatida por Deckard. En el edificio arrumbado en el que sólo habita Sebastian (William Sanderson), el hombre que sufre una enfermedad por la que envejece más rápido, se pueden apreciar, diseminados, maniquíes que no difieren de las sombras, y él vive con autómatas. ¿Qué nos diferencia de los maniquíes y de los autómatas, de las meras sombras?.

 

En Blade runner 2049, de Denis Villeneuve, otro cautivador viaje a través del espejo, hay esculturas gigantes, y figuras virtuales que actúan como compañera afectiva. Hay quien cumple su función, quien ejecuta las ordenes. Si eres replicante, si ni siquiera eres humano, si tu relación afectiva es con una entidad virtual carente de cuerpo ¿quién eres? ¿cuál es tu singularidad? En el desierto, en las raíces de un árbol seco, se inicia el hilo que cuando menos hace brotar las interrogantes y, por lo tanto, la sublevación. Y las interrogantes resquebrajan cristales. Blade runner 2049 es una obra melancólica, como su predecesora. Su recorrido nos sumerge en la intemperie de una emoción que es consciente de que se relaciona con la realidad con un cristal siempre interpuesto: esa es la ilusoria entraña de la virtualidad. Escenarios herrumbrosos, como el escenario de desguace de una novela de Charles Dickens, con huérfanos que quizá no encuentren una realidad que habitar. Escenarios dorados que también son fantasmagorías, un escenario abandonado, el de los simulacros, como el eco de la vida que se desvaneció, como los espasmos de las proyecciones virtuales de actuaciones de Elvis Presley en un escenario sin espectadores. En ese escenario fantasmal sólo habita aquel que decidió apostar por la vida aunque implicara una huida y un sacrificio. Cuando te sales del escenario implantado, queda el escenario meramente abandonado que funciona a espasmos, como una máquina averiada. Ese es el escenario en el que aquel que se interroga intenta confirmar que quizá sea real y no una función, como un mero programa que ejecuta lo que le ordenan, cual oveja en un rebaño, según unos patrones implantados. ¿No es lo que buscamos en este desierto camuflado tras simulacros?

En Blade Runner, el garfio con la vida eran los recuerdos. Soy mis recuerdos. Si los recuerdos son implantados, ¿qué soy? ¿Siento las notas de música, o las siento a través de un injerto, como si mi vida fuera un mero sucedáneo?. En Blade runner 2049, la secuencia nuclear, bellísima, está relacionada con un personaje que genera los recuerdos de los replicantes. Paradoja: la vida se genera desde el aislamiento. ¿No vivimos aislados en nuestras burbujas de pantallas virtuales? Pero ¿quién vive si se generan las proyecciones desde el aislamiento?. Y de ahí, de la desolación de esa consciencia, brotan las lágrimas desesperadas y el grito impotente. Y la nieve cae y hace soñar con lo real que no se logra atrapar con los dedos, porque siempre hay un cristal que parece interponerse.  Hasta que una mano se pose y abra la herida de los recuerdos que se doten de cuerpo.

Blade Runner 2049 es una magnífica obra que cala como una herida en el tuétano, mientras se desliza progresivamente, como materia elástica, en un recorrido que se ralentiza, entre decorados y gamas cromáticas que ejercen de sutiles contrastes. Un trayecto que revela potentes presencias femeninas (Sylvia Hoeks, Ana de Armas, Carla Juri, McKenzie Davis), como contrapunto a una figura femenina ya irremisiblemente ausente (cuya vibración se extiende durante la narración), y que depara extraordinarias secuencias que son confrontaciones entre personajes que buscan porque despierta su mirada, que se esconden y recuerdan, como un stalker que decidiera retirarse entre las ruinas de la virtualidad entre libros y pinturas y la compañía de un perro que sabe más a realidad que un humano, o que intentan limitar con sus opresivos ojos ciegos porque no quieren que brote vida, y vida llaman a la mirada que se subleva.