¿Qué diferencia hay entre un lepidopterólogo y un agente secreto? No es una cuestión que se plantee de modo explícito en 'Kingsman: El círculo de oro' (2017), de Matthew Vaughn, pero se responde aunque no sea de modo directo, porque, como se comentaba en la previa 'Kingsman: Servicio secreto' (2014), también de Vaughn, las películas de espías de la actualidad son demasiado seras, o se toman demasiado en serio. Curiosamente, no le faltaban elementos que apuntaban seriedad, y planteaban sendas de posible denso desarrollo. Pero ambas películas, aún más esta, fluctúan entre la irreverencia y la convención como un proyectil con el embrague echando humo.  Y en este caso, además, se encasquilla en el bucle de la repetición, porque transmite la sensación de que prioriza ejecutar secuencias de repertorio. En cierta secuencia de la anterior, Harry se enfrentaba en un bar a un grupo de hoscos parroquianos, y efectuaba el correspondiente alarde de habilidades sin despeinarse: la secuencia se planificaba con una observación microscópica de cualquier mínima acción; cada golpe o caída ya no es que se ralentizara, sino que se hiperalentizaba. En esta secuela, aunque parezca, en principio, que se quiere plantear una irónica variante con las dificultades de Harry para recuperar sus habilidades, se reincide con otra demostración de pericia, en este caso con lazo y látigo, del agente Whisky (Pedro Pascal), agente de la réplica estadounidense, Statesman, que se camufla, no como Kingsman en una sastrería, sino en una destilería de whisky. 

En la primera vertebraba el desarrollo dramático la relación instructor- púpilo entre Harry (Colin Firth) y Eggsy (Taron Egerton), sobre la que pendía la sombra de un error pretérito. Una distracción de Harry había propiciado que falleciera, sacrificándose por él, su anterior protegido en el servicio secreto Kingsman. Por otro lado, el propósito del villano, Valentine (Samuel L Jackson) era hiperactivar el instinto violento humano para que, de este modo, se agilizara el proceso de selección natural, y así se redujera el exceso de habitantes del mundo (por supuesto, sin afectar a los que disfrutan de la prosperidad económica). Se conjugaban ambas líneas dramáticas con agudeza: En una secuencia posterior, Harry se veía dominado por el arma que propulsa el comportamiento violento, y se enfrentaba en una iglesia al resto de parroquianos que también se entregan entre ellos a una ordalía de violencia. La realidad le volvía a superar, como cuando cometió el error que propicio la muerte de su anterior pupilo. Aunque la cuestión, que en la secuela se cortocircuita más, es que el tratamiento de ambas secuencias no difería demasiado. O escasamente. En esa leve diferencia residía el logro de esa obra, y a la vez reflejaba sus limitaciones. En esa leve diferencia brillaba la mordacidad de su sátira. Ya en el mismo hecho de que aconteciera en una iglesia. Porque ante todo 'Kingsman: Servicio secreto' era una sátira, y no con pretensiones superficiales, pese a que intentara aparentar que así era. Se agradecían los mordiscos de su sátira, como esa metáfora de incentivar la violencia del ser humano a pie de calle, hipérbole de las estrategias que ha efectuado esta dictadura económica asentada desde hace unas décadas, sean con medidas que restringen las políticas de bienestar público, o mediante conflictos bélicos, para eliminar excedentes humanos. Pero era en las superficies del relato donde residían sus cualidades, su vivaz levedad, y en donde se restringía. Porque en las superficies brilla la confección, más que el arte.

 

En esta secuela la villana, Poppy (Julianne Moore), es la más poderosa traficante de drogas. Su peculiaridad escénica: en mitad de la selva ha configurado una réplica de establecimientos icónicos de la década de los cincuenta. O los lodos del presente provienen de las sonrientes marquesinas del pasado. El cuidado de la dentífrica apariencia esconde robóticas mandíbulas que sólo saben de la consecución del propio beneficio como una trituradora implacable. De ahí, que tengan también su relevancia perros robóticos y trituradoras que convierten un cuerpo en carne picada en escasos segundos. Los apuntes más incisivos se relacionan con las decisiones del presidente estadounidense (un magnífico Bruce Greenwood) quien no esconde su alegría con el hecho de que el chantaje de la villana implique la amenaza de la muerte por intoxicación vírica de todos los consumidores de droga. Los miles de jaulas apiladas en estadios deportivos con los contaminados resulta la imagen más corrosiva y potente de la película.

En cierta secuencia, Harry reconoce a Eggsy que cuando creyó morir, en los previos instantes, fue consciente de que no tenía a nadie que recordar, que en su vida no se había enamorado, ni había creado ningún lazo afectivo, ni siquiera de compañerismo. No se diferenciaba de un hombre hueco que se asemejaba a un eficiente perro robótico. Cuando era joven dudó si ser lepidopterólogo, porque le fascinaban las mariposas, pero optó por alistarse en el ejercito. Las mariposas más bien tienen que ver con las actividades pacíficas que dar mandobles a diestro y siniestro. Por eso, cuando la violencia desaparece de su memoria entran en juego, como otra pantalla de realidad, las mariposas, e incluso interfieren cuando se reincorpora a la actividad de distribución de mandobles.  Esos apuntes son los que proporcionan pasajera sustancia, como puntuales electroshocks que reaniman el engranaje robótico de la narración. Por eso, recuperar la consciencia de quién es se realiza a través del amor más incondicional, ese que tiene que ver con la relación afectiva con los animales. Pero son puntuales destellos. Ante todo prevalece el imponente despliegue coreográfico. Si la anterior acababa siendo una grata obra de superficies, un caramelo al que no le faltaba su estimulante dosis de disidente veneno, en esta se atropella en su redundancia aunque mantenga su ritmo de locomotora narrativa. En la anterior, las carreras del joven protagonista por los pasillos de la base del villano, perseguido y tiroteado por sus sicarios, evidenciaban, en su sentido más negativo, sus inclinaciones a la representación violenta de los videojuegos, en lo que una vez más se incurre aquí, en la secuencia climática, e incluso aún más alargada, con el consiguiente efecto de saturación ante tanta acrobacia ralentizada. En la anterior, su trayecto serio y denso, sólo esbozado, se diluía en las desdibujadas profundidades. En esta, priman las superficies, como una montaña rusa que amenaza con descarrillar aunque su eficaz pulso evite que se estrelle. Eso sí, ante todo, anima a dedicarse al estudio de los lepidópteros.