En la siguiente frase de su novela Corrección, Thomas Bernhard entrega las claves de lo que significa enfrentarse a su literatura: “Quien entra aquí se verá obligado a abandonar, a interrumpir todo lo que ha pensado antes...” Pero, ¿a quién le entrega esa frase el escritor austriaco? Si bien a simple vista pudiera pensarse que es al lector, la obra de Bernhard parece haber sido escrita como un combate contra sí mismo, un combate hecho a pulso a través del verbo. Bernhard contra Bernhard. La narrativa como una pelea cuerpo a cuerpo contra el otro yo.

En una entrevista el escritor Roberto Bolaño, fiel lector de la escritura de Bernhard, dijo que “La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”. Si bien Bolaño quizá se refería a un monstruo exterior,  el combate que enfrentó Bernhard fue contra el monstruo interior que habitaba en su existencia. “Estoy junto a la ventana y me veo en el patio, en las murallas interiores”, dice el príncipe Sarau en Trastorno, esa magistral novela en clave de monólogo interior hacia la enfermedad (que también la belleza) del ser. Y el príncipe continua diciendo (se): “Me observo. Me comprendo mientras me observo, no me comprendo. Tengo cuatro años, tengo cuarenta. Juego conmigo mismo, juego, averiguo, pienso. Me llaman —es una noche de verano—, me llama mi abuela, mi abuelo, mi madre, mi padre. Ellos me llaman. Sucesivamente veo junto a la ventana a mi abuelo, mi abuela, mi padre, mi madre, mi mujer. Pasan las estaciones y yo sigo en la ventana, incesantemente. Todos me llaman...”  Y el príncipe, como el solitario mendigo que pide atenciones, continuará contando, observando, narrándose, hasta que su voz se convierta en la referencia de alguien capaz de escuchar.

La espada de Thomas Bernhard era la palabra. De ahí su ritmo, sus golpes, sus rompimientos, su claro desafío al “esquema literario correcto”.  Toda su obra parece ocurrir frente a un espejo. Y en el otro lado estaba él, pero también el otro. Lo amable, lo grotesco, el estadio con la masa, el individuo en medio de la nada. Bernhard lo sabía, su inestabilidad era una consecuencia de un pasado de “familiares campesinos, filósofos, obreros, escritores, genios y deficientes mentales”, y afirmaba que “todos esos seres habitan en mí y no dejan de pelearse”. Como el sujeto que, después de tanto cuestionar el afuera, descubre que un poco de todo lo abominable también habita en él. Bernhard (como el príncipe) se observa y se observa, como quien vive para descubrir su lado trágico tanto como su parte cómica. Se observa como quien se acerca al abismo que le sonríe y le convoca. Se observa y logra que el lector se observe y se olvide de las palabras.  Entonces el lector, de la manera más inesperada y frenética, arriba al límite de lo que hubiera pensado atreverse. “Nos volvemos viles cuando sobrepasamos los cincuenta y seguimos viviendo, seguimos existiendo”,  dice en El malogrado. Y contra la llegada de esa vileza, tan propia de quien ha asesinado su espacio infantil, batalla la literatura.

Miguel Sáenz, el traductor de casi la totalidad de la obra de Bernhard al español, considera que “los temas del austriaco no son muchos y algunos de ellos se repiten obsesivamente”. Su escritura está concebida como música, pero no una música cualquiera, sino una composición perturbadora que intenta alterar el orden de todos los lenguajes. Por algo llegó a afirmar: “Un crítico literario debería ir en realidad unos tres años a un conservatorio, pienso. La literatura tiene mucho que ver con la música. Y quien no estudia música está sencillamente descalificado desde el principio”. Volver a la obra de Thomas  Bernhard después de un largo período de sosiego, como el sentenciado que se atreve a dar un salto para nacer (o morir) de nuevo.

Hay quien afirma que existe “una literatura de no ficción”, hay quien cuestiona la llamada “literatura del yo”, como si existiera alguna obra (o tema)  que no fuera una réplica de quien la escribe.  En el ombligo de quien narra se encuentra el ombligo de quien lee (y vive).  Quizá el monstruo al que hacía referencia Bolaño era la misma cosa absoluta que apareció en la ventana de Bernhard, en forma de mundo exterior.