Un día del mes de abril se celebró el día internacional contra el ruido. De este asunto me enteré en un programa de opinión de la televisión española. El moderador dio los datos de un estudio que ubica a España como el segundo país con más ruido, seguido de Japón. Los contertulios, como buen ejemplo del ruido que se arma en las mesas redondas televisivas, intentaron dar sus consideraciones sobre el tema. Lo poco que pude entender es que la mayoría reconocía (con orgullo disfrazado de picardía) que en España se habla exageradamente alto hasta cuando no se habla. Con voz muy baja, casi al nivel del susurro, una opinadora dijo que “eso de hablar alto es un problema de educación”.

Peter Handke en su novela La noche del Morava (Alianza, 2013) nos cuenta el relato de un ex autor que huye del ruido. El hombre ha terminado siendo tan sensible al ruido que en su propia existencia haya las réplicas del caos del mundo exterior. El ex autor, como lo define Handke por haberse retirado de la escritura, cuenta que asistió a un “simposio sobre ruido y ruidos, más o menos molestos...que iba a tener lugar en un centro de congresos, en la estepa española, al pie del cerro circular sobre el que, en la época prerromana, había estado Numancia”. Todos los participantes eran víctimas del ruido. “...muchas de las cosas de hoy eran algo así como minas de ruido que podían hacer explosión de un momento a otro. A través de los siglos el ruido cuenta la historia de la incomunicación de los seres humanos

Lo que antes provocaba en el oído el resbalar de la tiza sobre la pizarra de la escuela o de una uña sobre el cristal de la ventana hoy hacía tiempo que podría provocarlo cualquier cosa”. En otro momento del simposio acontecido en la que considero una de las más grandes novelas de Handke, el narrador confiesa su agonía: “En el ruido habitual casi he perdido el alma. Lo más pernicioso del ruido es que, aun en contra de mi mejor presentimiento, no puedo evitar reducir los ruidosos a su ruido... Sólo un sonido, y mi alma volverá a estar sana. Secreto: muéstrame el lugar donde te escondes”.

En la sociedad actual el ruido se interpreta según las pautas de una mediocre obra de teatro. ¿O acaso tiene sentido que un político grite y sus seguidores aplaudan? ¿Qué interpreta la masa desaforada que aplaude un grito? ¿Tiene lógica el carnaval del ruido en el que viven sumergidas nuestras sociedades? La estrategia de algunos pareciera ser hablar alto para que nadie escuche. Y en el carnaval del ruido, ¿dónde queda la idea? El tema es algo más profundo que un programa de opinión y más real que una novela.

En el curso del tiempo el ruido opera, junto al miedo, como un arma mortífera que debilita voluntades. El ruido congela el oído y el entendimiento. El ruido es una implosión que impide la comunicación del ser con su propia existencia (y con los otros). Pero ¿qué hay más allá del ruido? Tal vez la calma de alguien o el dominio de unos sobre otros. Habría que realizar un estudio sobre la evolución del ruido. O el decálogo del ruido. El ruido automático, el ruido planificado; el ruido del yo incómodo, el ruido del nosotros que acorrala y aplasta; el ruido conjugado. Mundo ruido. El ruido de un gobierno que incumple y el de una oposición que promete; el ruido de la reiteración; el ruido del show de las noticias; el ruido del poder que oculta el hambre; el ruido disfrazado de silencio (o de música). El ruido convertido en modelo de conductas. Del ruido de las voces cruzadas al ruido del cinismo disfrazado de buenos modales; del ruido de la guillotina al ruido de una firma que ordena un desalojo; del ruido de las metralletas al ruido de la bomba atómica (que retumba en la memoria). El ruido de la pregunta que esconde la respuesta. Del ruido como cortina de humo al ruido como huida por la puerta trasera. Hay pasos sigilosos que siembran minas de ruido. Del ruido de un grito innecesario al tiempo del ruido introspectivo (¿dónde queda el tempo del paseo, de las observaciones y de los encuentros?).

A través de los siglos el ruido cuenta la historia de la incomunicación de los seres humanos. Bastaría detenerse en un banco de cualquier plaza para observar el escenario que nos rodea. Los aparatos se han convertido en nuestra celda particular. La dependencia hacia las cosas nos hace olvidar lo que representan.

En España se habla exageradamente alto hasta cuando no se hablaHemos trasladado el ruido del afuera a nuestra existencia. A una velocidad imperceptible nuestra memoria se satura. De los vendedores de puerta en puerta hemos pasado a máquinas que nos llaman por el teléfono móvil para recordarnos las viejas deudas y las nuevas compras. En la tecnificación del todo los clientes están divididos en millones de micro prisiones sin barrotes. En cada parcela caen millones de ofertas. Mercado real para las cúpulas y virtual para los vendedores sin demanda.

La voz real del otro (que quizá vive al lado) cada vez suena más lejana. A la isla de cada individuo llegan simulacros de los mensajes del mundo; voces metálicas que dicen cosas en un mismo segundo. La dinámica de uso de las redes sociales es la de un estadio vacío en el que, como espacio fantasma, permanece el ruido del público. El eco de un mundo cercano convertido en utopía. Todo ocurre en silencio, como si fuera la réplica de un caos inmaterial. Lo intangible no sólo es un espacio del arte, también es la zona que en secreto coloniza el poder.

El problema no es internet (ni otro invento), el asunto tiene que ver con la instauración de una cultura absolutista sobre la complejidad humana. La distancia ha sido una necesidad del ser que proyecta y camina (mirada, punto y recorrido). ¿Qué ocurre cuando desde la inercia estamos expuestos a distintas vías de ruido? ¿En qué se convierten la interpretación y el movimiento? Desconozco qué clase de metamorfosis generará en el ser humano esta nueva forma de ruido. Es posible que, en lugar del bicho de Kafka, surja un desgraciado implorando silencio en el alma y en la calle. Quizá algún día, como enfermos de un ruido introspectivo, tengamos la necesidad de dejar a un lado los aparatos para encontrar una voz cercana que nos recuerde la vida.