1.Guy Ritchie siempre ha sido un director que parece estar buscando el sólo de guitarra más espectacular y vibrante. Al principio, sus películas parecían riffs de guitarra a los que parecía costar plegarse a una melodía, un estribillo, como si fueran trámites que estorbaran para los alardes que deseaba desplegar. Todos debían ser un gran momento. Sus dos primeras obras, 'Lock & stock' (1998) y 'Snatch: cerdos y diamantes' (2000) parecían transitar senderos parecidos a los de Quentin Tarantino, cual epígono o emulador británico, por su querencia por la combinación de tramas criminales, juegos con las perspectiva y la estructura del relato, secuencias compuestas al son de una canción, y un salaz humor disolvente (o presuntamente transgresor). Desafortunadamente, ese despliegue, o esa sublimación de las posibilidades del juego con las formas (o sus diferentes velocidades y ángulos) se atascaba en la sobrecarga y la acumulación: su planteamiento se agotaba pronto en la redundancia y en la congratulación con el exceso, por lo que encasquillaba ese obstinado intento de conjugar humor y violencia: emblema podía ser aquella secuencia en la que 'Bullet tooth' (Vinnie Jones) dispara repetidas veces con su subfusil a un remiso a morir Boris 'the blade' (Rade Serbedzija), que se encuentra en fuera de campo. No una ni dos veces sino, intermitentemente, hasta cuatro y cinco le dispara porque el recalcitrante agonizante tiene aún algo más que apostillar antes de morir (es un gag que le quedó mejor a Blake Edwards en 'El guateque'). Esa mecánica del gag define el encasquillamiento de la propia narración, que destierra lo descarnado por lo caricaturesco, como un vaciado formal o un estribillo rayado, precisamente lo que pretendía rehuir en su afán de ofrecer lo no visto. Ritchie después probó otras direcciones con 'Barridos por la marea' (2002), pero se estrelló junto a su esposa entonces, Madonna. Retornó a territorios familiares pero con más pretensiones, como si así insuflara novedad a los mismos ingredientes, dando como resultado una de sus obras más indigestas, 'Revolver' (2005), uno de esos punteos de guitarra que parecen necesitar acompañamiento de orquesta y acaban engolándose de modo exasperante. Ritchie, con la cabeza gacha, decidió un regreso al refugio de sus pretéritos éxitos, y realizó una variación que era casi réplica, hasta en resultados, de las dos primeras, 'Rocknrolla' (2008). Optó por cambio de siglo y uso de figuras populares, con 'Sherlock Holmes' (2009), y buscó, con acierto, un nuevo enfoque, el cual, como era de esperar, molestó a puristas por investirlo con aspecto de artista bohemio y, sobre todo, cualidades de hombre de acción, como si le hubiera contaminado la marca de la casa de las producciones de Joel Silver. Pero Ritchie, con la compañía de Lionel Wigram (productor y guionista que propulsó el proyecto, y que ha formado tandem como guionista con Ritchie en sus dos últimas obras), supo escanciar y fusionar con habilidad las tendencias a la desmesura de Silver y la propia sin desnaturalizar sus particulares señas de estilo, o mirada hacia las formas del relato. De hecho, la jugada reanimó y encauzó su ingenio expresivo, aunque siguiera parecidos parámetros en su querencia por los juegos formales, como los retrocesos narrativos para relatar, y completar, desde otra perspectiva una acción ya narrada, o las anticipaciones, conjugando la voz en off y el desmenuzamiento de acciones mediante ralentíes. Se puede apreciar la influencia de estas coreografías de montaje, e incluso los acordes musicales de Hans Zimmer, en la excelente serie británica creada por Steven Moffat y Mark Gatiss, 'Sherlock' (2010-). La secuela, 'Sherlock: Juego de sombras' (2011), en cambio, recuperó la inclinación más indigesta del cine de Ritchie (o, sobre todo, de las producciones de Silver, en especial las secuelas, como las de 'Arma Letal', 'La jungla de cristal' o 'Matrix'): dilatar hasta la inflamación el número de planos y la pirotecnia escénica, como un sólo de guitarra que intenta batir el record de punteo por décima de segundo mientras se despreocupa de cualquier emoción (o coherencia). La intensidad es sólo velocidad, como si quisiera hacer desaparecer los límites entre los planos y convertir la narración en una desenfocada carga de la brigada ligera en la que los personajes se emborronan. Como si fuera una transición para purgar su inclinación a los desquiciamientos estilísticos (priorizar las escenas sobre el conjunto), recupera la cohesión mostrada en 'Sherlock Holmes', e incluso la afina, en sus dos últimas películas, 'Operación U.N.C.L.E' (2015), un modelo de elegancia estilística, y 'El rey Arturo. La leyenda de Excalibur' (2017), su obra más depurada en el trayecto emocional. En ambas armoniza su grandilocuencia e inclinación al punteo intenso con la cohesión de un conjunto con enjundia y consistencia. El humor se gradúa con más ingenio, y hasta extrae emoción en determinados pasajes. Y la narración se modula como si hubiera pautas que permitieran estados de reposo, recuperaciones, desvíos e intensificaciones que son más efectivas porque no se generan por acumulación sino por contrastes. Si la colaboración con Zimmer había sido fructífera, aún lo es más con el músico Daniel Pemberton, que ha compuesto dos espléndidas bandas sonoras. En 'Operación U.N.C.L.E' evidencia, de nuevo, cómo intenta rehuir el enfoque convencional en las secuencias de acción: un asalto lo condensa a través de cortinillas y pantalla partida, y en una persecución de lanchas motoras efectúa un cambio de perspectiva singular que deja en segundo plano, o profundidad de campo, la persecución para orquestar, como una variación del ritmo del punteo, un desvío o excurso en el que el agente Napoleón Solo (Henry Cavill), que se había caído al agua de la lancha, se deleita con un vino que encuentra en el interior de un camión mientras escucha música que suena en la radio, hasta que decide lanzarse con el camión sobre la lancha perseguidora para salvar a su compañero de acción, Kuryakin (Archie Hammer). Aunque si la película funciona bien engrasada es porque prioriza como motor dramático y narrativo, como en 'Sherlock Holmes', la tensión entre los personajes, allí entre Sherlock y Watson, o entre Sherlock e Irene Adler, y aquí entre Solo y Kuryakin o entre Kuryakin y Gaby (Alicia Vikander), en ambos casos con un agudo sentido de la comedia que parece más emparentado con la tradición de la screwball comedy, una combinación que Matthew Vaughn, productor de las primeras obras de Ritchie, y que había optado a la dirección del proyecto años atrás, sabe desplegar también con pericia en 'Kingsman: servicio secreto' (2015).

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2.No sé si la razón del fracaso de crítica y público de 'El rey Arturo' se debe a su naturaleza sacrílega, o a de qué modo concreto reconfigura una figura legendaria, que parece haber indignado a más de un purista, para quienes la alteración es desfiguración. Desde luego aplaudo ese desparpajo irreverente que aplicó ya en 'Sherlock Holmes', por el resultado conseguido, en ambas ocasiones, pero aún más en esta última, una reconstituyente inyección vital. Coge la leyenda artúrica y la reconvierte en una variación pasada por el filtro de las narraciones de espada y brujería combinada con componentes de la leyenda de Robin Hood. Saca la guitarra, y realiza algunos de sus punteos estilísticos más brillantes, pero sin olvidarse de personajes y hasta impronta lírica y emocional. O, dicho de otro modo, no la descuida. Y no la descuida porque el trayecto narrativo se cimenta sobre la construcción y evolución de los personajes, en concreto, de Arthur (Charlie Hunnam). Incluso, diría que me parece la más estimulante aproximación a tan sugerente leyenda. Previas aproximaciones no han resistido bien el paso del tiempo, sea 'Los caballeros del rey Arturo' (1953), de Richard Thorpe, 'Camelot' (1967), de Joshua Logan o 'Excalibur' (1981), de John Boorman. En especial, las dos últimas. Por admirable que sea el tema principal de 'Camelot' y la esforzada interpretación de Richard Harris, o el intento de dotar de más fisicidad a la acción por parte de Boorman, una y otra ahora parecen desfiguradas por el kistch como si se hubieran pasado los efectos de una operación de cirugía estética y la carne de su celuloide evidenciara su ajado artificio. 'El primer caballero' (1995), de Jerry Zucker ya nació rancia. Y mi aproximación a 'Lancelot du Lac' (1975), de Robert Bresson, de apariencia apolillada, suscitó un pronta retirada. Hasta ahora la más apreciable aproximación resultaba una obra que buscaba también otras direcciones en el enfoque sobre esta figura, caso de la notable 'El rey Arturo' (2004), de Antoine Fucqua.

3.Ritchie comienza apretando el acelerador, como sabían hacer cineastas como Samuel Fuller o John Sturges. Nos introduce en un territorio de espada y brujería con figuras fantásticas, unos elefantes gigantescos, creaciones de los magos, en concreto, Mordred, cuyo ejercito asalta el castillo del rey Uther (Eric Bana), quien parece vencer en ese enfrentamiento. Claro que no cuenta con la traición de quien sibilino ha orquestado la conspiración a sus espaldas, entre las sombras, su hermano Vortigern, encarnado de modo extraordinario por Jude Law, quien imparte toda una lección de cómo imprimir una amenaza siniestra a través de la mirada, mediante una gestualidad sobria, sin necesidad de recurrir a histrionismos desmesurados. También hacía uso de la magia, aunque con apariencia engañosa, Lord Blackwood (también espléndido Mark Strong), el villano de 'Sherlock Holmes', quien padecía las mismas ansias megalómanas. Este acierto en la configuración del contrincante del héroe es uno de los pilares que afirma la potencia dramática de ambas obras. En la primera como distorsionado reflejo siniestro del afán de controlar vidas ajenas (la consternación de Sherlock por el abandono de Watson, que se va a casar; y un amor, que parece masoquista, hacia una mujer que le ha derrotado repetidamente, aunque le corresponda), y en la última, enfocando con sutileza en la herida de la pérdida: el lirismo desgarrado de la secuencia en la que Vortigern debe sacrificar, apuñalándola, a su hija como precio a pagar para mantener su posición de poder (la invocación de un demonio con el que derrotó a Uther, matándolo en presencia de su hijo, Arthur), gracias a su alianza con magas sirenas que comparten el cuerpo de una escurridiza criatura serpenteante que habita una cueva bajo el castillo: Ritchie planifica su grito desesperado desde un púdico plano general dilatado que acentúa la intensidad emocional del momento. Esa relación fraternal definida por la rivalidad es uno de los componentes que conecta con Robin Hood, como equivalente de la relación entre Ricardo Corazón de León y Juan Sin tierra. En este caso, Arthur se muestra remiso en principio a involucrarse en luchas contra la tiranía. Se siente más bien satisfecho con sus negocios a pequeña escala, en la frontera de la ilegalidad, con un burdel como centro de acciones. Será complicado por aquellos que fueron fieles a Uther y aún esperan derrocar a Vortigern, Sir Bedivere (Djimon Honsou) y Sir William (Aiden Gillen), con cualidades de certero arquero como Robin Hood. Descubierto su origen, al lograr extraer la espada Excalibur, la decisión primera de Vortigern será efectuar ejecución pública de Arthur para reafirmar su propio poder. En el rescate de Arthur también será decisiva una figura que también eleva la potencia dramática de la película, la bruja (excelente Astrid Berges-Frisbey): su expresión densa y grave, como si portara una herida que aún no ha cicatrizado (como si fuera el recordatorio de la de Arthur por ser testigo de la muerte de su padre), se torna en la principal guía en la evolución del personaje de Arthur. Particularmente decisiva en el momento en el que  Arthur pretenda desentenderse de su propósito y sus responsabilidades, cuando intenta huir al no lograr asumir las trágicas consecuencias inevitables que puede deparar la lucha contra el tirano, esto es, la pérdida de vidas de seres queridos, como los amigos.

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Ritchie despliega sus más inspirados punteos narrativos hasta la fecha en secuencias definidas por una ingeniosa capacidad de condensación, como la que concentra el paso de los años desde su niñez hasta alcanzar la edad adulta en una sucesión de rápidos movimientos de cámara que modulan un vertiginoso montaje. Y, especialmente, en una secuencia que, en otras obras, hubiera ocupado un largo y dilatado pasaje dramático: la serie de pruebas que Arthur debe superar luchando con murciélagos y ratas gigantes, además de ataques de lobos, que alterna con otro espacio temporal, y otra perspectiva, la de su guía, la maga, conjugación que modula con una admirable capacidad sintética. Sin necesidad de subrayados, las heridas resultantes en su rostro ya definen la transformación que sufre el personaje. El trance alegórico, orquestado por la maga, y el físico se conjugan de modo genuino. La iluminación, o transfiguración del conocimiento, pasa por el conocimiento de las heridas, o su posibilidad: tras el trance, la mirada de Arthur se asemeja a la de la maga. En otras secuencias brillan sus juegos con el relato: la anticipación de un momento contrastado con el momento en sí mismo, cuando Arthur ironiza sobre las reacciones de unos y otros cuando hable con los señores de otros dominios por si se unen a ellos. Las sombras emocionales, que van empapando, y sedimentándose en el trayecto narrativo, proporcionadas por las intervenciones de la maga, las vacilaciones de los dilemas de Arthur, o la herida que sufre su amigo, Blacklack (Neil Maskell) y su posterior acuchillamiento, como gesto cruel, por parte de Vortigern, propulsan el vibrante dinamismo de las secuencias de acción, no meramente acumulativas como sucesión de pirotecnias, sino cargadas, como dientes apretados, por la emoción que se revuelve: la persecución tras su intento de atentado sobre Vortigern, que culmina con el momento en que Arthur, por fin, controla el poder mágico de la espada Excalibur cuando aniquila con escasos golpes a decenas de rivales: en este caso la desmesura está conectada con la afirmación emocional: es catarsis. Hay, incluso, un sugerente y mordaz apunte en el enfrentamiento final entre Arthur y Vortigern, cuando el primero le dice al segundo que él es su creación. El Otro, en este caso, el héroe, es la sombra de los deseos del Yo siniestro, el villano. El poder de la espada de su ejecutor es el reflejo cegador luminoso de su ávida ansia de poder y dominio.