Cuando en 2014 Bruno Dumont realizó la serie El pequeño Quinquin, una obra maestra no solo para el formato televisivo dado que puede verse como una película –muy larga- en su conjunto, el cineasta francés se alejaba, al menos en tono y en género, de lo que había venido realizando desde su debut en 1997 con La vida de Jesús. En su serie, Dumont, sin dejar de lado su más que peculiar mirada al mundo, introducía un marco cómico, grotesco, surrealista y excesivo que resultó gratamente sorprendente a pesar de llevar su hiperbólica mirada a la realidad al extremo.

Su nueva película, La alta sociedad, se debe entender como consecuencia de lo emprendido por Dumont en la serie, lo que parece abrir un nuevo camino de exploración para el director (que en breve estrenará un musical alrededor de la figura de Juana de Arco, que en manos de Dumont puede surgir cualquier cosa). Sea o no sea el comienzo de algo, o simplemente un nuevo acercamiento a su universo personal, La alta sociedad es una película que en su brillantez acaba siendo, a la larga, agotadora; ahora bien, entendemos que Dumont ha perseguido, precisamente, eso: crear una película deliberadamente estrambótica y absurda en su planteamiento superficial pero que esconde bajo ella unas intenciones discursivas que van más allá de ser un simple capricho formal.

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Dumon en La alta sociedad se sitúa en Nord-Pas-de-Calais –zona natal del director- en 1910 con dos grupos de personajes. Por un lado, una familia de pescadores, de clase baja, rudos, casi atávicos y con tendencias caníbales. Por otro lado, una familia de clase alta, aristócrata, de compartimentos, movimientos y acciones inútiles, que viven en un vacío vital y ocioso basado en paseos sin sentido, superficiales y arrogantes, y, a la vez, mezquinos. Y en medio, una pareja de policías que remiten claramente a una construcción del slapstick y que llevan a cabo una investigación en la zona y que parecen un trasunto del gordo y el flaco.

El cineasta francés construye una película en la que las desapariciones de los aristócratas a manos de la familia de pescadores crea una idea de lucha de clases en la que ninguna de las partes sale mal parada; aunque tampoco bien. Los sitúa en un marco espacial que construye a modo pictórico, con enorme cuidado y precisión y con claras referencias, algo que ya es habitual en su cine, sin embargo, en esta ocasión el naturalismo escénico sirve para contrastar, en su realismo, en su precisión física, tanto con el interior como con el exterior de los personajes, cuya fisionomía, gestos y expresiones vienen dadas desde un exceso que denota un interior –con la sangre enferma como elemento común- defectuoso. Así, en un paraje tan bello como hosco, los personajes se mueven como figuras de una representación social que tiene, en su final, la gran locura de La alta sociedad, con levitaciones incluidas.

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Dumont en su nueva película se aleja de la actualidad para hablar no de ella desde el pasado, sino para indagar en éste en busca de una enfermedad social que ha pervivido con el paso del tiempo. Lucha social que Dumont no plantea de manera maniquea, tampoco virulenta, sino que señala la necesidad de extinguir de una vez por todas las formas sociales enfermas de endogamia, absurdas en su construcción, obsoletas. Del mismo modo que introduce un tema de identidad sexual a través de un personaje que puede ser tanto hombre como mujer, o bien ambas cosas, apenas importa, pero que revela la extrañeza de una sociedad asentada en unos preceptos que se tienen como inamovibles cuando, en realidad, lo que son es absoletos.

La alta sociedad es un relato sin un centro narrativo claro, abierto en varios sentidos, absurdo y cómico, con momentos brillantes y que tiene, en su final, un cruce de miradas que recuerdan, quizá con cierta lógica, al final de La dolce vita de Federico Fellini, en este caso entre dos jóvenes que representan de alguna manera el futuro de cada clase social. Una mirada de reconocimiento que deja muchos temas abiertos para cerrar una película cuyo consciente y deliberado exceso impone al espectador una posición frente a unas imágenes, como siempre en Dumont, que esconden siempre mucho más de lo muestran a primera vista.