Quizá haya que comenzar diciendo que Jackie no es un biopic al uso en el que se narran los hechos más relevantes de una vida. Como tampoco es una mitificación de la biografiada, aunque Jacqueline Kennedy y su marido, el presidente John. F. Kennedy, formen parte, más que de la propia historia norteamericana, de su mitología, y a la que contribuyeron en buena parte los medios de comunicación de la época por esa aureola que desprendía la pareja y en la que se mezclaban juventud, sofisticación y glamour, convirtiéndola en un icono al que se rindió una nación entera. O incluso más, en una suerte de dinastía real en un país sin reino pero que parecía seguir los modos y las maneras de la realeza europea. Matices que gravitan en el excelente retrato que el cineasta chileno Pablo Larraín concibe sobre Jackie en un momento crucial de su vida, cuando su marido es asesinado en Dallas, el 22 de noviembre de 1963, y los días que siguieron hasta su entierro. Es decir, la representación de un punto de inflexión que marca el cambio de una era.

Larraín comienza la película con la entrevista que realiza un periodista de la revista Life (Billy Crudup) a Jackie —una excelente Natalie Portman quien además está nominada al Oscar—, en su retiro en Hyannis Port, Massachusetts, una semana después del magnicidio. Una entrevista que el cineasta entrelaza con las imágenes en blanco y negro del programa de la televisión que la CBS emitió cuando Kennedy llevaba apenas un año en el cargo, y en el que Jackie va mostrando las estancias de hogar oficial mientras va relatando ante la cámara los cambios que ha realizado en la decoración o los aspectos cotidianos de la familia. Y a su vez, hay una tercera línea argumental que narra, precisamente, el magnicidio y las consecuencias inmediatas, cuando Jackie no solo debe asimilar los hechos, sino sus últimos días en la Casa Blanca, afrontando los preparativos de las exequias con el apoyo de Bobby Kennedy (Peter Sarsgaard), la organización de la mudanza, su voluntad por mantener vivo el legado de su difunto marido o siendo testigo del nombramiento de Lyndon B. Johnnson (John Carroll Lynch), el sustituto en el cargo de presidente.

Tres momentos que el guión escrito por Noah Oppenheim articula en su conjunto para ahondar en los entresijos emocionales de una Jackie poliédrica: la candorosa joven convertida en primera dama que enseña su intimidad a través de la pequeña pantalla, la entereza de la que hace gala tras el asesinato de su marido dentro y fuera de las paredes de la Casa Blanca y el desencanto de una mujer destronada cuando es entrevistada por el periodista. Tres líneas entrelazadas que, con el apoyo de la excelente banda sonora de Mica Levi, van dibujando a través de sus contrastes la dimensión de un personaje único que el cineasta magnifica con una precisa puesta en escena salpicada con numerosos detalles, como esa mancha de sangre en el vestido de Jackie a su regreso a la residencia oficial y vestido que no se quitará hasta el final del día.

Y metáforas, como aquella que hace referencia a la admiración de la pareja por Camelot, el musical compuesto por Alan Jay Lerner y Frederick Loewe que, según confiesa la protagonista, escuchaban con mucha frecuencia.