Martin Scorsese es uno de los grandes retratistas de la sociedad norteamericana en sus diferentes épocas y sus diversos mundos, como el del crimen organizado ­—Malas calles (1973), Uno de los nuestros (1990), Casino (1995), Infiltrados (2006)—, como los diferentes ámbitos de la vida contemporánea ­—Alicia ya no vive aquí (1974), Taxi driver (1976), Toro salvaje (1980), ¡Jo, que noche! (1985), El lobo de Wall Street (2013), etc.—, el espectáculo —New York, New York (1977), El rey de la comedia (1982)—, o históricos ­—La edad de la inocencia (1993), Gangs of New York (2002) —, además de sus documentales dedicados a la música –El último vals (1978), No direction home: Bob Dylan (2005), Shine a light (2008)—, o una serie dedicada al blues que produjo y de la cual dirigió un episodio además de trabajos de otra índole como su homenaje al cine que era La invención de Hugo (2011).

Scorsese se había planteado el sacerdocio a muy temprana edad, idea que pronto abandonaría por el cine, cursando después estudios en dicha disciplina en la Universidad de Nueva York. Sin embargo, muchas de sus películas estarán salpicadas con elementos derivados de su educación católica e incluso iría aún más lejos al adentrarse en la figura de Jesucristo en La ultima tentación de Cristo (1988) o en otras confesiones como el budismo, en Kundun (1997), sobre décimocuarto Dalai Lama. Por ello no es de extrañar que el ya septuagenario cineasta, en parte, quizá, por su momento vital, afronte un proyecto largamente ansiado como es Silencio, un sobrio film sobre la fe y en el que ambas confesiones se hallan confrontadas.

Silencio es una adaptación de la novela de escritor católico japonés Shûsaku Endo (1923–1996) de mismo título y publicada en 1966, cuya trama transcurre en la segunda mitad del siglo XVII, cuando dos jesuitas (Andrew Gardfield y Adam Driver) emprenden un viaje desde Portugal a Japón en busca de otro misionero (Liam Neeson) de quien no se tienen noticias y que ha renunciado a su fe en una época en el que el cristianismo es perseguido por los señores feudales que tratan de impedir que se asiente en su territorio. Un viaje que puede traer ciertas reminiscencias de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y del film que se basó en la misma, Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979)

Sea como fuere y lejos de lo que su comienzo pueda dar a entender, pues quizá haya quien tenga la sensación inicial de que se trate de una loa a las bondades de los jesuitas y la fe católica, Silencio se va transformando, de manera pausada, en algo más que el relato del viaje de dos misioneros a un territorio en el que, tanto la congregación como sus fieles, sufren el hostigamiento de los señores feudales para convertirse en una sobria y honda reflexión sobre la fe, sobre el silencio de Dios, ese que en tantas ocasiones se cuestionaron cineastas como Ingmar Bergman. Pero también sobre el choque de culturas, sobre el enfrentamiento entre dos credos diferentes, o dicho de otra manera, sobre dos formas de entender la espiritualidad.

De ahí la ausencia de música en su banda sonora, de los característicos planos–secuencia o del frenesí rítmico del que, por ejemplo, hacia gala su anterior título, el mencionado El lobo de Wall Street. Porque el cineasta ítalo­–americano ha dado un giro estilístico concibiendo una puesta en escena tan cuidada y sencilla como sobria, siguiendo las directrices clásicas del plano–contraplano o el uso de planos de larga duración por medio de un tempo pausado. Scorsese trata de desentrañar la complejidad emocional de unos hombres quienes, ante ese silencio, ante ese horror que contemplan y que sufren en su propia piel, comienzan a cuestionar su propia fe, y por extensión, su propia existencia.

Silencio es un film denso, sublime, lleno de pequeños matices, hiperrealista, incluso austero,  grave, severo, en el que Scorsese elude todo tipo de efectos de cámara —aunque al final se reserve uno—, en el que evita interferencias visuales para mostrar el conflicto en toda su crudeza, para cuestionar las creencias y hasta la propia espiritualidad. Algo que parece enfatizar el encuadre totalmente en negro con el sonido de los grillos que abre y cierra la película. Porque al final de cada vida, de cada hombre, en palabras de Paul Virilio, "el universo que había emitido ante nosotros continúa sus señales sin nosotros"[1].

Nota:
[1] VIRILIO, Paul, La máquina de visión, Madrid, Cátedra, 1989,  pág. 41.